Cary Grant, la mirada eterna

[Se cumple un cuarto de siglo del fallecimiento de Cary Grant, una excusa tan buena como cualquier otra para recuperar un perfil que escribí hace ya algún tiempo, con motivo de otro aniversario: el centenario de su nacimiento]

 “Todo el mundo quiere ser Cary Grant. Incluso yo mismo quiero ser Cary Grant”. Con estas palabras se definía ante un periodista el propio intérprete, una figura con mayúsculas más allá de cualquier juicio de valor. Cary Grant fue el icono de una época, la encarnación de una edad de oro que encontró en el inglés la combinación perfecta de elegancia y masculinidad.

Grant creó un personaje que sepultaba las miserias de Archibald Leach, un joven nacido en Bristol que a los 9 años se vio privado de su madre, ingresada en un psiquiátrico, y que a los 14 falsificó la firma de su padre para enrolarse en una compañía de actores ambulantes. En los pequeños teatros ingleses comenzó a mostrar una capacidad innata para la comedia que le valió un billete de ida para dar el salto a Estados Unidos. El joven actor se unió a la nómina de europeos que abandonaron sus hogares en busca de una oportunidad y que contribuyeron decisivamente a forjar la mejor etapa de la historia del cine.

Tras pequeños papeles cómicos, en 1938 saltaría al estrellato de la mano de Howard Hawks. La fiera de mi niña descubrió al gran público la envergadura interpretativa de Grant, que formó con Katharine Hepburn una pareja inolvidable que explotaría más tarde George Cukor en títulos como Vivir para gozar y, sobre todo, Historias de Filadelfia, una de las cumbres de la comedia, con un trío irrepetible: Grant, Hepburn y James Stewart. Cukor y Hawks (quien incluso se atrevió a travestirlo en La novia era él) demandarían asiduamente sus servicios y con Frank Capra volvería a superarse en otra comedia magistral, Arsénico por compasión.

Pero otro genio británico, Alfred Hitchcock, ampliaría sus horizontes interpretativos. Hitchcock le emparejó con actrices de fuste como Joan Fontaine (Sospecha), la gélida Ingrid Bergman (Encadenados) o la futura princesa de Mónaco, Grace Kelly, que se dejaba seducir por el ya maduro galán en Atrapa a un ladrón. De la colaboración de Hitchcock y Grant surgió una obra maestra, Con la muerte en los talones, un trepidante filme que resume como pocos uno de los leit motiv favoritos de Hitchcock, el falso culpable.

Grant se retiró de la pantalla en 1966 con Apartamento para tres y la Academia le concedió en 1970 su único Oscar, uno honorífico. En 1986, hace hoy 25 años, murió Archibald Leach, con su trágica infancia y sus cinco esposas a sus espaldas, dejándonos al inmortal Cary Grant, que siempre se sintió más querido por las cámaras que por las personas.

El agujero de la alfombra de Tolkien

[Esto lo escribí hace ya unos cuantos años en el medio en el que trabajaba entonces. Tenía pendiente desde hace unos meses recuperarlo por aquí. Conmemorar el aniversario del fallecimiento de Tolkien es tan buena excusa como cualquier otra]

“En un agujero en el suelo vivía un hobbit”. La frase se le ocurrió a John Ronald Reuel Tolkien cuando corregía los exámenes de sus alumnos de Oxford. Mientras hacía un descanso, su mirada se detuvo en un agujero de la alfombra de su despacho, y sin saber muy bien cómo (ni qué demonios era un hobbit ni por qué vivía en el suelo) la frase apareció.

Aunque nacido en Sudáfrica, Tolkien (1892-1973) era muy pequeño cuando su familia se trasladó a Birmingham, por lo que siempre se consideró un ciudadano inglés. De hecho, fue ese amor por su país lo que le llevó a escribir las historias de la Tierra Media. A Tolkien le dolía que Inglaterra no contara con una mitología propia similar a la de las culturas griega o escandinava, así que optó por crear él mismo un mundo legendario que pudiera dejar como herencia a su gente.

Como buen lingüista, no sólo se ocupó de imaginar esas leyendas, sino también el idioma de sus protagonistas. Así, comenzó a trabajar en El libro de los cuentos perdidos, tarea a la que dedicó toda su vida y que se publicaría tras su muerte como El Silmarillion. Sin embargo, paralelamente, decidió aprovechar su descubrimiento de los hobbits para escribir una historia que nació como un cuento con el que mandar a sus hijos a la cama y que se llamaría El hobbit. El libro es el germen de la historia de El Señor de los Anillos y la presentación en sociedad de los llamados medianos a través de las peripecias de Bilbo Bolsón, un apacible hobbit acostumbrado a los pequeños placeres de la vida cotidiana (la buena comida y fumar en pipa hundido en su sillón) que ve cómo una tarde un mago (Gandalf) y 12 enanos le arrastran hasta una aventura que tiene su final en la guarida de un dragón.

Lo que empezó en 1930 como un entretenimiento se convirtió, siete años más tarde –gracias a la insistencia de algunos amigos de su círculo de Oxford, como C. S. Lewis, que le animaron a publicarlo–, en todo un éxito de público y ventas.

Aunque en un principio Tolkien se resistió a darle una continuidad al relato de los hobbits, porque estaba más centrado en su proyecto mitológico, decidió fundir ambas historias. La filología dejó paso a la epopeya y nació El Señor de los Anillos. La mal llamada trilogía (en realidad es una sola historia, dividida en seis libros que se editaron de dos en dos) se publicó en 1954. Ese año vieron la luz el primer volumen, La Comunidad del Anillo, y el segundo, Las Dos Torres. El tercero, El Retorno del Rey, lo haría al año siguiente.

Para celebrar los 50 años de la edición original, los editores anglosajones sacaron hace unos años una versión especial que pretendía corregir algunos de los errores de las versiones anteriores y añadir contenidos nunca publicados. El volumen (los tres libros, más los apéndices, están integrados en un solo tomo, de más de 1.200 páginas) buscaba ser fiel a la idea original de Tolkien. Entre otras curiosidades, incluye las ilustraciones y mapas originales que pintó el propio escritor, pero que quedaron fuera de la publicación original por decisión de la editorial (para abaratar costes).

El texto fue íntegramente revisado por Christopher Tolkien (hijo del autor y custodio del jugoso legado de la Tierra Media) siguiendo el manuscrito original, que se encuentra en la Universidad estadounidense de Michigan. Entre los añadidos figuran dos árboles genealógicos completos, inéditos, del linaje de los Boffin y los Bolger, y tres páginas del Libro de Mozarbul, escrito por los enanos antes de ser asesinados en las Minas de Moria. Además, la palabra Anillo aparecía impresa en rojo, tal como quiso Tolkien.

Hace unos años, una encuesta de la BBC proclamó a El Señor de los Anillos como el libro preferido por los lectores británicos. Después de más de 100 millones de volúmenes vendidos y su traducción a más de 20 idiomas, poco importa ya la opinión de los estirados críticos que consideraron la trilogía una “aventura juvenil”.

A pesar de que es un texto apto para todas las edades, por decirlo de alguna manera, no es un libro infantil, ni siquiera juvenil (como sí lo son los de Harry Potter, por ejemplo). El Señor de los Anillos no es solamente un relato de aventuras, es la obra de un erudito, de un experto en mitología y filología que creó un universo propio, un mundo ficticio con sus propios idiomas y sus propias razas. Tolkien creó a los elfos, los hombres, los enanos y los hobbits, les dio sus lenguas (incluso el complejo alfabeto élfico y sus distintas variantes dialécticas), su historia, su linaje y su propia geografía (el escritor dibujó los mapas de la Tierra Media y bautizó cada colina, cada valle y cada río).

El Señor de los Anillos es, en esencia, una gran lucha entre el Bien y el Mal por la libertad de la Tierra Media, una batalla que tiene su epicentro en la posesión de un anillo (el Anillo Único) que, por una jugada del azar, cae en las manos de la única raza que no ambiciona poder, ni riquezas, ni gloria: los hobbits. Con la estructura de un viaje, no sólo geográfico sino, sobre todo, personal, el pequeño hobbit portador del Anillo, Frodo (sobrino de Bilbo, el que derrotó al dragón en El hobbit y encontró la joya) abandonará su hogar en compañía de tres amigos hobbits (Sam, Merry y Pippin), un elfo (Legolas), un enano (Gimli), dos hombres (Boromir y Aragorn, heredero de la estirpe de los reyes de los hombres que comparte con los hobbits su falta de ambición) y probablemente uno de los mejores personajes de la serie: el mago Gandalf el Gris, protector y consejero de la Compañía del Anillo.

En realidad, la historia de El Señor de los Anillos comienza mucho antes, en El Silmarillion, con la misma creación de la Tierra Media, que tiene sus propios dioses y también su ángel caído, Melkor (mentor de Sauron, el malvado forjador del Anillo, que ambiciona someter a los pueblos libres de la Tierra Media).

Tolkien nunca explicó de dónde salió el término hobbit ni por qué los medianos vivían en agujeros excavados en el suelo. Lo que sí está claro es de dónde surgió la afición de los hobbits a las pipas y su gusto por la tranquilidad y la vida sosegada. No hay más que mirar cualquier foto del escritor.

Sean Connery, el lechero que sobrevivió a James Bond

[Sir Sean Connery cumple 80 años y, aunque sigue en sus trece de no volver a ponerse delante de una cámara, creo que la ocasión bien merece que rescate otro de esos textos que últimamente tanto pego por aquí]

Con la escueta pero efectiva réplica «Bond, James Bond», Sean Connery se ganó un merecido puesto de privilegio en la historia del cine y se convirtió en un modelo admirado por mujeres y envidiado por hombres que intentaron, sin demasiada fortuna, emular esa irrepetible combinación de refinamiento, dureza y cinismo. Aunque, casi medio siglo después de Dr. No, siga siendo el mejor Bond posible, no tuvo fácil hacerse con un papel para el que, según Ian Fleming, creador del personaje, no poseía la elegancia necesaria.

Fleming prefería a Cary Grant, su modelo mientras escribía las novelas, aunque cuando vio a Connery en pantalla tuvo que reconocer, al igual que los millones de espectadores a los que conquistó en aquella primera aparición, que nadie podría hacerlo mejor que él.

Connery rodaría seis entregas más, y en todas ellas tuvo que recurrir a un peluquín (comenzó a perder pelo a los 21 años), elemento que le ha acompañado en numerosas trabajos y que le ha proporcionado alguna que otra anécdota (Alec Baldwin no quería trabajar con él en La caza del octubre rojo por miedo a pasar desapercibido frente a la arrebatadora presencia del escocés; el recuerdo de su calvicie aplacó al inseguro Baldwin, que se encontró el primer día de rodaje con un imponente Connery que lucía «una fabulosa cabellera plateada»).

Aunque la relación entre intérprete y personaje nunca fue fluida (Connery llegó a decir que, si pudiera, le mataría), 007 fue el trampolín hacia la fama de un hombre que fue lechero, marino mercante, modelo para estudiantes de arte y candidato a Mister Universo, cita en la que, inexplicablemente, quedó tercero.

Pero Bond fue también su losa. Aunque con la serie compaginó filmes como Marnie, con Hitchcock, tras su primer adiós a Bond, en 1971 (con Diamantes para la eternidad, aunque en 1983 rodaría una más, Nunca digas nunca jamás), no le resultó fácil encontrar trabajo. Sólo Sidney Lumet (La ofensa) y John Boorman (Zardoz) se atrevieron con el encasillado Connery, que repitió con Lumet en Asesinato en el Orient Express.

Obsesionado por dar a su carrera un nuevo rumbo, el escocés encadenó esos años excelentes trabajos en filmes como El viento y el león (John Milius), Robin y Marian (Richard Lester), con Audrey Hepburn, y, junto a Michael Caine, la colosal El hombre que pudo reinar, adaptación de una novela corta de Kipling.

Tras su definitiva despedida de 007, Connery protagonizó en 1986 Los inmortales y su secuela (para lo que no fue obstáculo que a su personaje le rebanasen la cabeza en la primera entrega), a la que siguieron El nombre de la rosa (Jean-Jacques Annaud, 1986) y Los intocables, de Brian de Palma (1987), un trabajo por el que obtuvo su único Oscar.

Y entonces llegó Indiana Jones.

Connery entró en la saga del arqueólogo en 1989, el mismo año que la revista People le proclamaba, a sus casi 60 años, el hombre vivo más sexy, y cuando la serie Bond no era más que un lejano recuerdo (y una franquicia en pleno declive, en manos de Timothy Dalton). Aunque la diferencia de edad entre Connery y Harrison Ford (12 años) hacía, en principio, impensable creer en la verosimilitud de una relación paterno-filial entre ambos, las dudas pronto quedaron disipadas. Los dos Jones mostraron en La última cruzada una química impredecible que proporcionó a la película (como los dos títulos precedentes, insuperable) un interés añadido y a Indy el mejor cómplice que podría tener.

Sin embargo, ni siquiera el éxito del tercer Indiana Jones logró evitar el declive que se cernía sobre su carrera. En los 90, salvo su breve aparición final en Robin Hood, príncipe de los ladrones o sus trabajos en La roca y la deliciosa Jugando con el corazón, Connery se limita a pasear su cada vez más cáustico rostro por producciones menores, cuando no decididamente infames (Los vengadores).

En lo que llevamos de siglo, el actor sólo ha filmado dos títulos, Descubriendo a Forrester y la petardez de La liga de los hombres extraordinarios, y ha rechazado participar en El Señor de los Anillos (en el papel de Gandalf) y en Matrix, e incluso abandonó un rodaje para escribir una biografía que nunca llevó a cabo. En los últimos años, Connery se ha concentrado en su faceta política y en sus proclamas por la independencia de Escocia, lo que no ha sido óbice para que Isabel II le nombrase sir.

Hace unos años mostró su determinación por decir definitivamente adiós a la interpretación (y en eso se escudó para decir que no a volver a ser el padre de Indy, aunque poco después llamó a los productores de James Bond para ofrecer sus servicios como malo de la siguiente película de 007), y ahora, a sus  80 años, se reitera en su intención de no volver a actuar, aunque sus antecedentes invitan a pensar que igual cambia de opinión, por mucho que ya sea tarde para repetir la experiencia en la que dice que disfrutó más de toda su carrera: trabajar con Harrison Ford, Steven Spielberg y George Lucas.

Las visiones de H. G. Wells

[Y otro reportaje reciclado más, este publicado con motivo del estreno de la versión de Spielberg de La guerra de los mundos. Aunque parezca que seguimos de vacaciones, ya hemos vuelto de nuestro periplo californiano -tanto, que incluso estamos de nuevo en el curro, puaj-, aunque antes de escribir nada al respecto tengo que poner en orden fotos y alguna cosilla más. Sólo diré por ahora que sobrevivimos a Las Vegas y a la Comic-Con. Os dejo con el señor Wells. Espero que os guste]

El 30 de octubre de 1938 Orson Welles comenzó junto a su compañía una sesión más del programa de radio en el que representaba piezas teatrales clásicas. Pero ésa iba a ser una emisión especial. Después de una breve presentación, Welles comenzó a declamar, con tono dramático, los primeros pasajes de la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos, que arranca cuestionando la teórica superioridad del ser humano, para mostrar a continuación a la Tierra como objetivo prioritario de los marcianos para expandir su civilización e iniciar la narración de la primera invasión alienígena del planeta.

Aunque al principio se advertía de que se trataba solamente de una ficción, lo cierto es que fueron pocos los que escucharon esa introducción. El formato escogido –un programa musical interrumpido por avances informativos–, unido a la verosimilitud que imprimieron a la narración los actores de la compañía de Welles –que describían con precisión cada uno de los ataques de los extraterrestres y sus devastadores efectos sobre Nueva Jersey, escenario de la invasión– desató el pánico entre los ingenuos radioyentes, que, poco acostumbrados aún al poder de los medios de comunicación, creyeron que había comenzado el fin de la humanidad.

A pesar de que Welles hubo de disculparse ante los espectadores por haberlos engañado, la travesura le catapultó a la fama y le puso en bandeja un contrato con RKO que le permitió rodar su primera obra maestra, Ciudadano Kane. No fueron los únicos que se rindieron ante el talento del inminente realizador. El propio H. G. Wells tuvo oportunidad de comentar con él la repercusión del evento, gracias a uno de esos giros del destino que llevó al escritor a preguntar una dirección, cuando se encontraba de viaje por EEUU, a un desconocido que resultó ser Orson Welles y que no sólo resolvió su duda, sino que compartió con él el resto del día.

H. G. Wells (1866-1946) llegó a la literatura relativamente tarde. Después de haber pasado por oficios como la contabilidad y el periodismo, a partir de 1895 se dedica por completo a la literatura, configurando una trayectoria en la que se entrelazaban reflexiones políticas y novelas de ciencia ficción (o de fantasía ficción, según algunos críticos) que le convirtieron en uno de los escritores y pensadores más singulares y prestigiosos del pasado siglo XX.

Aunque Las cosas del futuro, Kipps o La historia de Mr. Polly han sido llevadas a la pantalla grande, las adaptaciones más conocidas de la obra de Wells al celuloide se concentran en cuatro títulos: La máquina del tiempo, El hombre invisible, La guerra de los mundos y La isla del doctor Moreau.

Sin duda, una de las más populares es la que filmó en 1960 George Pal a partir de La máquina del tiempo (El tiempo en sus manos), con Rod Taylor en el papel del alter ego del escritor, George, que construye un artefacto que le permite desplazarse miles de años (sigue siendo difícil de superar el hallazgo visual de los maniquíes y sus atuendos para mostrar el vertiginoso avance del tiempo), hasta llegar a un futuro diametralmente opuesto a la civilización ultratecnificada que esperaba encontrar. En ese mundo sólo sobreviven dos razas enemigas, los Eloi, apolíneos y sosos rubitos que dedican su tiempo (el libre y el ocupado) a cantar y bailar, y los malvados Morlocks, cuya principal ocupación es devorar a los anteriores.

A pesar de la inicial fascinación por esos seres que parecen haber regresado, como si estuviesen en un bucle, a la Prehistoria, pronto el inventor monta en cólera contra los Eloi, recordándoles que millones de hombres, a lo largo de la historia de la humanidad, han entregado su vida por alcanzar sus sueños, y todo para que estos futuristas querubines puedan cantar, bailar y nadar. La máquina del tiempo ha sido llevada a televisión en 1949 y 1978 y al cine en otras dos ocasiones, en 1992 (una cinta india dirigida por Shekhar Kapur) y en 2002 (con Guy Pearce y firmada por Simon Wells, descendiente del escritor).

Las versiones, la mayoría de ellas televisivas, de El hombre invisible sobrepasan la decena, desde la obra maestra de James Whale (1933), con Claude Rains, hasta frivolidades como Abbott y Costello conocen al hombre invisible (1951), pasando por títulos que sólo recuperan a los protagonistas o versiones libres como El hombre sin sombra (2000).

La versión de Spielberg fue la segunda adaptación al cine de La guerra de los mundos (la otra la firmó en 1953 Byron Haskin), que sólo ha conocido otras dos aproximaciones: una televisiva de 1988 y otra de Timothy Hines que fue directa a DVD.

Si en La máquina del tiempo Wells reflexionaba sobre la ciencia, la política y el futuro, en El hombre invisible sobre los peligros del poder y en La guerra de los mundos trataba de bajar los humos a los seres humanos, demasiado convencidos de su invulnerabilidad, en La isla del doctor Moreau (publicada en 1896) se atrevía con la clonación. Ésta es una de las historias más oscuras de Wells, y también una de las menos populares. Quizás ese rasgo se haya contagiado a sus adaptaciones al celuloide, al que ha sido llevada solamente en tres ocasiones: en 1932, dirigida por Erle C. Kenton y protagonizada por Charles Laughton; en 1977, firmada por Don Taylor y con Burt Lancaster, y en 1996, con Marlon Brando y John Frankenheimer tras la cámara.

El cine no se ha servido de H. G. Wells solamente como fuente de inspiración. En alguna ocasión incluso lo ha fichado como personaje, la última de ellas en la serie Warehouse 13 (que aprovecho para recomendar, si es que no la estáis viendo ya), aunque con un aspecto algo diferente al que conocemos… Ya en 1979 Nicholas Meyer dirigió Los pasajeros del tiempo, en la que un Wells interpretado por Malcolm McDowell debía viajar al futuro, a los 70, para capturar a Jack el Destripador, que había hecho uso de su máquina del tiempo para eludir la ley. En ese viaje, el escritor contempla maravillado cómo ha cambiado la sociedad británica en sólo unas décadas, una evolución que prosiguió hasta el comienzo de este siglo XXI, en el que sigue siendo posible un futuro como el de los Eloi o un ataque de alienígenas invasores.

Orson Welles: La eterna contradicción

[Seguimos recuperando textos. La excusa para este perfil de Orson Welles fue el 20º aniversario de su muerte]

A medio camino entre la genialidad y la inconstancia, la personalidad de Orson Welles como cineasta siempre se debatió entre el talento de un artista singular que se atrevió a plantar cara a los estudios en los años 40 para defender la integridad de sus proyectos y el impetuoso carácter de un creador voluble que concebía sin cesar ideas, planes, obras, que, en la mayoría de los casos, abandonaba antes de que se hiciesen realidad.

Más de dos décadas después de su muerte son numerosos los estudios que han intentado aproximarse a la colosal figura de Welles, tratando de aunar ambas vertientes, la de un director único y la del propio personaje en el que convirtió su vida, un individuo tumultuoso, dominado por sus pasiones, al que le entusiasmaba más el proceso que el resultado final de aquello que emprendía.

Welles nació en Kenosha, Wisconsin, el 6 de mayo de 1915. Hijo de una pianista y de un inventor, el pequeño pronto reveló una inusual aptitud para las artes que sus progenitores no dudaron en alentar. Tras la muerte de su madre (tenía nueve años) acompañó a su padre en una larga serie de viajes por todo el globo. Con 15 años asistió al entierro de su padre, y tras graduarse en la Todd School de Illinois decidió abandonar los estudios para abrirse camino en la escena. No logró entrar en el circuito teatral de Broadway ni tampoco en Londres, así que se embarcó en nuevos viajes, que le llevaron a Marruecos y España (donde la leyenda dice que incluso toreó).

Gracias a su amistad con el dramaturgo Thornton Wilder consiguió unirse a la compañía de Katherine Cornell, con la que debutó en 1934, el mismo año en el que se estrenó en la radio, como marido (se casó con Virginia Nicholson) y como director (con un corto).

A pesar de que su primera vocación era el teatro, que ya ejercitó con éxito en su etapa escolar, con innovadores montajes (sobre todo para un chico de 15 años) que osaban reinventar los textos de Shakespeare, fue la radio la que le dio la fama para dar el salto al cine. En 1937 fundó, junto a John Houseman, la compañía Mercury Theatre, con la que creó en 1938 el show The Mercury Theatre on Air, un espectáculo dirigido y protagonizado por Welles, que adaptaba los textos que habrían de ser dramatizados por sus actores. El programa, muy popular, se convirtió en un fenómeno de masas la noche de Halloween de 1938, cuando emitieron una versión de La guerra de los mundos de H. G. Wells con tan alarmante verosimilitud que muchos ciudadanos realmente pensaron que eran víctimas de una invasión alienígena.

A pesar de que tuvo que pedir disculpas al público por el susto, la aventura le abrió las puertas del cine. RKO puso sobre su mesa un suculento contrato para dirigir su primer largometraje, sobre cuyo guión, rodaje e incluso montaje final (algo insólito en la época) tendría la última palabra. Tras un frustrado intento de adaptar El corazón de las tinieblas de Conrad (y de llevar al cine la vida de Jesucristo, ambientada en el Oeste), decidió filmar una historia original, coescrita con Herbert J. Mankiewicz (aunque Welles introduciría considerables modificaciones). El proyecto, titulado inicialmente American, sería Ciudadano Kane, el retrato de Charles Foster Kane, un megalomaníaco magnate de la prensa cuya evidente semejanza con un poderoso empresario real, William Randolph Hearst, le trajo a Welles no pocos quebraderos de cabeza (reflejados en la película RKO 281) e incluso el intento, por parte de Louis B. Mayer, de quemar el negativo.

La película, que se abre con una potente secuencia visual (sobre la que vuela una única palabra, “Rosebud”, pronunciada por el moribundo Kane) en la que el chico de la radio demuestra que no sólo domina el poder de las palabras sino también el de la imagen, finalmente se estrenó, pero fue un fracaso de taquilla, aunque no así de crítica. El filme fue candidato a nueve Oscar y sólo se llevó el de Mejor Guión, la única categoría en la que Welles debía compartir el mérito.

El fiasco de Kane alteró su privilegiado estatus en RKO, para la que rodaría (casi simultáneamente) dos filmes más, El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) y Estambul (Journey into fear, 1943). En esa vorágine Rockefeller le pidió que viajase a Brasil para rodar secuencias para un proyecto intercultural, así que Welles dejó a Robert Wise (director de West Side Story y responsable del montaje de Kane) a cargo de la edición de El cuarto mandamiento, circunstancia aprovechada por el estudio para mutilar impunemente el filme.

Aún no había cumplido los 30 y la carrera de Welles ya era un desastre. Siempre decía que arrancó en la cima y después comenzó a caer, y quizás tenía razón. Para los estudios era un fracaso comercial y un autor problemático, y durante unos años se centró en actuar, hasta que en 1946 International Pictures le encarga dirigir El extranjero. Welles se empeñó en demostrar que podía ser un buen chico y hacer una película comercial, así que se concentró en su magnífica interpretación de un criminal nazi oculto en EEUU.

Con el éxito de este proyecto logró un contrato con Columbia para rodar La dama de Shanghai, en la que compartiría cartel con la estrella de la casa, Rita Hayworth, su esposa. Pero las cosas no fueron bien (a pesar de que el resultado fue espléndido). A las injerencias del estudio se unió la tormentosa relación entre los protagonistas, en el ocaso de su matrimonio. Tras divorciarse de la actriz, el director se traslada a Europa para limitarse a actuar (de esta época datan trabajos como El tercer hombre, de Carol Reed), pero pronto tiene en mente un nuevo proyecto, un Otelo que, tras varios aplazamientos, concluye en 1952 (Welles rodaría en los 70 un documental, titulado Filming Othello, que explicaba el proceso y que sería su testamento cinematográfico).

A lo largo de la década de los 50 escribe diversos guiones que no van a ningún sitio y rueda pilotos para televisión que no vende, hasta que otro golpe de suerte le devuelve a los titulares cuando, tras lograr un papel en Sed de mal, su compañero de reparto Charlton Heston le propone al estudio para que también la dirija. Welles reescribió el guión y exigió a la productora que los títulos de crédito figurasen al final del filme (algo que Hollywood no permitiría hasta Star Wars) para no distraer la atención del espectador del impecable plano secuencia con que se abre la película. Éste y otros desencuentros provocaron el despido de Welles en la posproducción. El estudio editó el filme y hasta 1998, con un nuevo montaje, no pudo verse como el director lo concibió.

Fue en esos años cuando empezó a coquetear con una adaptación del Quijote que le acompañó a la tumba (nunca la terminó, pero tampoco la abandonó oficialmente). Sí llevó al cine El proceso y Campanadas a medianoche, basada en una obra teatral suya, Cinco reyes, que reunía a diversos personajes de piezas de Shakespeare. Welles se reservó el papel de Falstaff en una de sus últimas grandes interpretaciones. Aún rodaría algunos títulos más, y siguió actuando hasta su muerte, aunque no pudo interpretar tres papeles que sin duda habrían acrecentado su leyenda: el coronel Kurtz de Apocalypse Now (que ya encarnó en la radio), don Vito Corleone y la voz de Darth Vader (fue descartado porque su torrente vocal era demasiado reconocible, aunque Lucas le pidió que se lo prestase para el trailer de La guerra de las galaxias).

Un ataque al corazón, provocado por su gusto por esos placeres condenados por los médicos, acabó con su vida hace casi 25 años, poco después de haber legado a Peter Bogdanovich, a través de una larga serie de entrevistas, su visión del cine, el teatro y la vida en general. Welles revolucionó la radio, la televisión, el teatro y el cine de su tiempo, y algunos de sus arriesgados planteamientos visuales, fílmicos y escénicos han guiado durante décadas a directores y amantes del cine, que al fin han comprendido que sus éxitos, sus fracasos, sus obras terminadas y las inconclusas componen un soberbio mosaico que, por mucho que se escriba, jamás será posible descifrar.

Alfred Hitchcock, el último cineasta puro

“Hoy, la obra de Hitchcock es admirada en todo el mundo y los jóvenes que descubren por vez primera La ventana indiscreta, Vértigo o Con la muerte en los talones creen que siempre ha sido así. Pero no es éste el caso, nada más lejos. En los años 50 y 60, Hitchcock se encontraba en la cima de su creatividad y de su éxito. (…) La crítica americana y europea iba a hacerle pagar por ese éxito y su popularidad, denigrando su trabajo película tras película”. Son extractos del prólogo de El cine según Hitchcock, de François Truffaut, fruto de una larga entrevista de 50 horas en la que el cineasta francés planteó al autor inglés un exhaustivo cuestionario de 500 preguntas destinadas a diseccionar cada detalle de su filmografía y cuyo resultado no sólo constituye el mejor volumen que se pueda editar sobre Hitchcock, sino también un tratado del séptimo arte.

El libro, publicado por vez primera a finales de los 60, pretendía restaurar la maltrecha reputación de Hitchcock, a quien sólo defendían los entusiastas críticos y directores en ciernes de Cahiers du Cinéma, abanderados por Truffaut, y en cuyas páginas se gestaría la revolución de la Nouvelle Vague, que serviría a la sazón de germen para el advenimiento de la última gran generación de realizadores norteamericanos: los autorreferenciales.

El cine según Hitchcock no es una obra laudatoria, ni un tour de force entre entrevistador y entrevistado por ver quién conoce mejor los entresijos del oficio. Es el relato, en primera persona, de un genio del cine, un genio humilde y en ocasiones neurótico que no rehúye la autocrítica y que manifiesta el absoluto convencimiento de que es la imagen, y no el diálogo, el motor de una película, que prefiere el suspense a la sorpresa, que no se deja vencer (ni convencer) por los caprichos de los estudios o las estrellas, a las que llegó a comparar con el ganado (“Yo nunca dije que los actores son ganado. Lo que probablemente dijera fue que hay que tratarlos como a ganado”, se defendía) y que muestra una precisión y un interés por el espectador apenas sospechado.

Alfred Hitchcock nació en Leytonstone (Londres) el 13 de agosto de 1899. Hijo del dueño de una frutería y criado en una familia católica, con apenas 20 años tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a su familia (su padre había muerto unos años antes), y entró como rotulista en la sucursal londinense de la productora norteamericana Famous Players-Lasky. De ese primer contacto con el cine pasó a la compañía de Michael Bacon, donde además de rotulista trabajó como guionista, director artístico y ayudante de dirección, unos comienzos que explican su profundo conocimiento de la técnica fílmica.

Poco después, en 1925, dirigió su primera película, El jardín de la alegría, y al año siguiente su primer título de renombre, El enemigo de las rubias. Formado en el cine mudo, Hitchcock siempre sostuvo que lo que se dice al espectador, en lugar de mostrárselo, se pierde, y mantendría ese principio de anteponer la narración visual al diálogo en su salto al sonoro, con la exitosa La muchacha de Londres (1929). A partir de 1934 se especializaría en filmes de suspense, como Alarma en el expreso o 39 escalones, que disparan su fama al otro lado del Atlántico y llaman la atención de David O. Selznick, que se lo lleva a Estados Unidos.

Su primera colaboración es Rebeca (iba a ser la historia del Titanic, pero había que hundir un barco y O. Selznick no estaba dispuesto a tal dispendio), con Laurence Olivier y Joan Fontaine y que logró el Oscar a la Mejor Película. El acuerdo con el productor se rompe tras el fracaso de El proceso Paradine, un periodo en el que filmó algunos títulos menores pero en el que creó joyas como Sospecha (Cary Grant y Joan Fontaine), Recuerda (Ingrid Bergman y Gregory Peck) y, sobre todo, Encadenados (Grant y Bergman). Después se abre un periodo diferente, si cabe más fructífero, con La soga (filmada en un único plano), protagonizada por James Stewart, una obra que daría paso a Extraños en un tren y Crimen perfecto, hasta llegar a otra de sus obras maestras, La ventana indiscreta, con Grace Kelly y Stewart, un prodigio técnico (otro más) de filmación subjetiva (el personaje de Stewart, fotógrafo lisiado, espía desde su ventana lo que ocurre en el edificio de enfrente, que casi siempre vemos como él lo ve) y concreción narrativa, con planos sublimes que ahorran innumerables líneas de diálogo. Pero aún vendrían unas cuantas maravillas más, como Vértigo, Con la muerte en los talones o Psicosis.

Su presencia en pantalla en la mayor parte de sus películas (al principio un recurso para completar un plano y después una marca de la casa que el director introducía al principio de la historia para no distraer al espectador) no es su única seña de identidad, ya que a lo largo de su carrera se repiten constantes temáticas que reflejan las obsesiones personales del director, como su cerval miedo a la policía (transmutado en la idea del falso culpable o la confusión de identidad) o su preferencia por lo insinuado a lo explícito (relacionado con el ya mencionado gusto por el suspense en detrimento de la sorpresa), que llegó a determinar su predilección por las actrices rubias, glaciales, inaccesibles (Bergman, Kelly) en lugar de las que llevaban “el sexo escrito en la cara”, como Marilyn.

Su legado al séptimo arte incluye una técnica tan compleja en su definición como simple en su concepto, el MacGuffin –el pretexto argumental para desencadenar la trama (secretos de Estado, uranio…) pero que no tiene en absoluto relevancia en el desenlace de la acción– y una filmografía tan apasionante que deja en mera anécdota el hecho de que la Academia nunca le diese el Oscar al Mejor Director o su decadencia final, marcada por la nostalgia de las grandes estrellas que contribuyeron a la grandeza de un maestro que murió hace 30 años y que dejó un epitafio fiel a su estilo: “Esto es lo que les pasa a los chicos malos”.

El hombre del mes: ‘Harrison Ford, el héroe discreto’

[Al final sí que le voy a copiar a Kalimero lo de su chica de la semana, pero reconvertido en el hombre del mes. En mi caso, cualquier lista siempre empieza con Harrison Ford, así que para la ocasión recupero algo escrito hace cuatro años, cuando fui a la presentación de Firewall en Barcelona, un viaje espantoso pero que mereció con creces la pena para estar bien cerquita del hombre que ha encabezado todas mis listas desde hace un par de décadas, cuando la entonces pequeña Mninha se quedó prendada de un tipo con sombrero y látigo. Lo que sigue, aparte de un perfil del que en casa llamamos el niño del gorro, es la prueba de que, como decía el otro día, nadie se leía lo que escribía en el periódico en el que trabajaba. Curiosamente, apenas he tenido que tocarle nada, salvo alguna referencia temporal y el cuarto Indiana Jones]

A veces resulta difícil serle fiel a Harrison Ford, sobre todo en  los últimos años, en los que la irregularidad de su filmografía ha convertido cada cita con las salas de cine en una especie de prueba de fe que sus seguidores afrontan con más devoción que convencimiento.

Aunque hasta el momento se ha mantenido a salvo del ridículo, sus últimos trabajos no invitan al optimismo. Hollywood Homicide, K-19, Caprichos del destino, Lo que la verdad esconde… Títulos en el mejor de los casos fallidos que sin embargo no han minado un ápice el prestigio de un actor que, a sus 67 años, sigue siendo capaz, cuando entra en una habitación, de robar un latido al corazón de los presentes.

A pesar de que hay pocos actores a los que les encaje mejor la etiqueta de estrella de Hollywood, Ford nunca se ha sentido cómodo con las servidumbres que conlleva la fama. No se cansa de repetir que satisfacer a los espectadores es su principal preocupación a la hora de aceptar un proyecto pero, tras treinta años en la cumbre, no ha perdido el destello de timidez que invade su mirada cada vez que aparece en público.

Resulta difícil explicar, como lo es intentar razonar cualquier afecto, el secreto de la fascinación que despierta este hombre de voz grave, cálida y profunda que contrasta con un físico rotundo, de movimientos pausados pero firmes tan opuesto a los actuales cánones de belleza que han desterrado de pasarelas y portadas de revistas la masculinidad en favor de apolíneos y sosos efebos.

Hace casi 30 años, mucho antes de que se inventara esa tontería de la metrosexualidad, Ford, ataviado con sombrero fedora, cazadora de cuero y látigo, ya demostraba que aunar fuerza e inteligencia no era una utopía, y que en un solo hombre podían confluir la erudición arqueológica y el gusto por la aventura de un atípico héroe que hizo de frases como “ya pensaré algo” o “improviso sobre la marcha” el preludio de arriesgados planes cuyo éxito siempre pendía de un hilo.

Este actor, nacido en Chicago y cuyo nombre portan una especie de araña y otra de hormiga descubiertas hace unos años, tiene el honor de ser el actor más taquillero de todos los tiempos, con casi 6.000 millones de dólares recaudados, aunque sus comienzos en el cine no fueron precisamente fáciles. Ford, que encontró en la interpretación una vía de escape a su desastroso expediente académico, se marchó pronto a Hollywood, donde escuchó durante años que nunca sería una estrella. Sin perder la esperanza, hizo de su maña con la madera su medio de vida y pronto se convirtió en el carpintero de las estrellas, lo que le permitió entablar relación con productores y directores que le darían sus primeros papeles en títulos como Ladrón y amante o la serie El virginiano.

En ese camino se interpuso en 1973 George Lucas, que le ofreció participar en American Graffiti, cuyo éxito le permitiría afrontar La guerra de las galaxias. En el largo y tortuoso proceso de selección del reparto para la aventura galáctica, Lucas pidió a su amigo Harrison que le ayudase dando la réplica a los aspirantes. Al intérprete, que ya rozaba los 35 y aún esperaba su gran oportunidad, no le agradaba mucho el cometido, así que, en cada prueba, Ford añadía al entonces embrionario Han Solo el cinismo que convenció a Lucas de que era el hombre perfecto para encarnar a ese pirata espacial, embaucador y caradura, osado y sinvergüenza capaz de derretir el duro corazón de la princesa Leia y de paso el de millones de féminas. El éxito del nacimiento de la saga galáctica sorprendió a todos, incluido Ford, cuyo nombre saltó a las primeras páginas de periódicos y revistas.

Pero, salvo una pequeña aparición en Apocalipse Now, el actor no notó su revalorización, así que no se lo pensó cuando Lucas puso en marcha El Imperio contraataca. Entre la segunda y la tercera entrega de Star Wars llegaría la otra gran oportunidad de su vida: el arqueólogo creado por Lucas y llevado a la pantalla por Steven Spielberg con el que se hizo después de la negativa de Tom Selleck. En el doctor Jones Ford encontró su mejor alter ego, alejado de la insultante autosuficiencia de Solo y más cercano al perfil de hombre corriente enfrentado a situaciones extraordinarias que podría resumir tanto su carrera como su vida personal. Los 80, que alumbraron El Imperio contraataca y El retorno del Jedi y los tres primeros Indiana Jones, fueron su década más fructífera. Trabajos como Blade Runner, Único testigo (su única nominación al Oscar), La costa de los mosquitos, Frenético o Armas de mujer (en la que protagonizaba un estelar cambio de camisa ante una pléyade de jaleantes secretarias) probaron su versatilidad en diferentes registros, una línea que continuaría en Presunto inocente o A propósito de Henry. En los 90 llegarían Juego de patriotas, Sabrina, La sombra del diablo, Air Force One… una cosecha floja de la que sólo se salvan El fugitivo y Seis días y siete noches.

En los últimos años, este actor apasionado de los aviones y celoso de su vida privada (que ahora comparte con Calista Flockhart) ha espaciado cada vez más sus trabajos, hasta hacer de cada estreno un pequeño acontecimiento capaz de reunir a cientos de periodistas que, a pesar de las normas que les condenan a la distancia, se atreven a acercarse al hombre que ha acompañado sus sueños desde la niñez para comprobar qué pasa cuando se traspasa la frontera que separa la fantasía de la realidad.