Con la escueta pero efectiva réplica «Bond, James Bond», Sean Connery se ganó un merecido puesto de privilegio en la historia del cine y se convirtió en un modelo admirado por mujeres y envidiado por hombres que intentaron, sin demasiada fortuna, emular esa irrepetible combinación de refinamiento, dureza y cinismo. Aunque, casi medio siglo después de Dr. No, siga siendo el mejor Bond posible, no tuvo fácil hacerse con un papel para el que, según Ian Fleming, creador del personaje, no poseía la elegancia necesaria.
Fleming prefería a Cary Grant, su modelo mientras escribía las novelas, aunque cuando vio a Connery en pantalla tuvo que reconocer, al igual que los millones de espectadores a los que conquistó en aquella primera aparición, que nadie podría hacerlo mejor que él.
Connery rodaría seis entregas más, y en todas ellas tuvo que recurrir a un peluquín (comenzó a perder pelo a los 21 años), elemento que le ha acompañado en numerosas trabajos y que le ha proporcionado alguna que otra anécdota (Alec Baldwin no quería trabajar con él en La caza del octubre rojo por miedo a pasar desapercibido frente a la arrebatadora presencia del escocés; el recuerdo de su calvicie aplacó al inseguro Baldwin, que se encontró el primer día de rodaje con un imponente Connery que lucía «una fabulosa cabellera plateada»).
Aunque la relación entre intérprete y personaje nunca fue fluida (Connery llegó a decir que, si pudiera, le mataría), 007 fue el trampolín hacia la fama de un hombre que fue lechero, marino mercante, modelo para estudiantes de arte y candidato a Mister Universo, cita en la que, inexplicablemente, quedó tercero.
Pero Bond fue también su losa. Aunque con la serie compaginó filmes como Marnie, con Hitchcock, tras su primer adiós a Bond, en 1971 (con Diamantes para la eternidad, aunque en 1983 rodaría una más, Nunca digas nunca jamás), no le resultó fácil encontrar trabajo. Sólo Sidney Lumet (La ofensa) y John Boorman (Zardoz) se atrevieron con el encasillado Connery, que repitió con Lumet en Asesinato en el Orient Express.
Obsesionado por dar a su carrera un nuevo rumbo, el escocés encadenó esos años excelentes trabajos en filmes como El viento y el león (John Milius), Robin y Marian (Richard Lester), con Audrey Hepburn, y, junto a Michael Caine, la colosal El hombre que pudo reinar, adaptación de una novela corta de Kipling.
Tras su definitiva despedida de 007, Connery protagonizó en 1986 Los inmortales y su secuela (para lo que no fue obstáculo que a su personaje le rebanasen la cabeza en la primera entrega), a la que siguieron El nombre de la rosa (Jean-Jacques Annaud, 1986) y Los intocables, de Brian de Palma (1987), un trabajo por el que obtuvo su único Oscar.
Y entonces llegó Indiana Jones.
Connery entró en la saga del arqueólogo en 1989, el mismo año que la revista People le proclamaba, a sus casi 60 años, el hombre vivo más sexy, y cuando la serie Bond no era más que un lejano recuerdo (y una franquicia en pleno declive, en manos de Timothy Dalton). Aunque la diferencia de edad entre Connery y Harrison Ford (12 años) hacía, en principio, impensable creer en la verosimilitud de una relación paterno-filial entre ambos, las dudas pronto quedaron disipadas. Los dos Jones mostraron en La última cruzada una química impredecible que proporcionó a la película (como los dos títulos precedentes, insuperable) un interés añadido y a Indy el mejor cómplice que podría tener.
Sin embargo, ni siquiera el éxito del tercer Indiana Jones logró evitar el declive que se cernía sobre su carrera. En los 90, salvo su breve aparición final en Robin Hood, príncipe de los ladrones o sus trabajos en La roca y la deliciosa Jugando con el corazón, Connery se limita a pasear su cada vez más cáustico rostro por producciones menores, cuando no decididamente infames (Los vengadores).
En lo que llevamos de siglo, el actor sólo ha filmado dos títulos, Descubriendo a Forrester y la petardez de La liga de los hombres extraordinarios, y ha rechazado participar en El Señor de los Anillos (en el papel de Gandalf) y en Matrix, e incluso abandonó un rodaje para escribir una biografía que nunca llevó a cabo. En los últimos años, Connery se ha concentrado en su faceta política y en sus proclamas por la independencia de Escocia, lo que no ha sido óbice para que Isabel II le nombrase sir.
Hace unos años mostró su determinación por decir definitivamente adiós a la interpretación (y en eso se escudó para decir que no a volver a ser el padre de Indy, aunque poco después llamó a los productores de James Bond para ofrecer sus servicios como malo de la siguiente película de 007), y ahora, a sus 80 años, se reitera en su intención de no volver a actuar, aunque sus antecedentes invitan a pensar que igual cambia de opinión, por mucho que ya sea tarde para repetir la experiencia en la que dice que disfrutó más de toda su carrera: trabajar con Harrison Ford, Steven Spielberg y George Lucas.