(Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana)
Edgar Allan Poe
Aunque sería simplista definir a Nathaniel Hawthorne como un autor moralista, sí que hay en los relatos suyos que hemos comentado en las últimas semanas un mensaje moral subyacente, a modo de advertencia, ya sea sobre la debilidad de la fe («Young Goodman Brown«) o sobre el peligro de la arrogancia científica («The Birthmark» o «Rapaccini’s Daughter»), un mensaje imbricado en lo que quiere contar y en cómo lo cuenta. Nada que ver con Edgar Allan Poe.
Aunque, como ya vimos, Poe admiraba a Hawthorne, no es el mensaje moral su principal preocupación a la hora de escribir. Como esteta (o esteticista), defendía el «arte por el arte», y que la obra artística, fuese cual fuese su disciplina, debía buscar, ante todo, el deleite de su destinatario, el lector en este caso.
Dijimos en la presentación a la antología que estamos siguiendo que Poe prefería el relato corto porque le permitía atrapar al lector de un modo que la novela, por su mayor extensión, no hacía posible. Ese era su propósito como escritor: capturar por completo la mente y el alma de sus lectores el tiempo que tardaban en leer una de sus obras. Por eso cuidaba cada palabra y cada frase con esmero casi obsesivo, y reescribía una y otra vez poemas y cuentos hasta dar con el vocablo preciso y la frase justa.
Pese a que se consideraba a sí mismo como un poeta, y algunos de sus poemas («Annabel Lee» y, sobre todo, «El cuervo») son mundialmente conocidos, fueron los cuentos los que le dieron la fama de la que hoy goza. Poe escribió relatos de todo tipo, y sus obras inspiraron a Julio Verne, quien le atribuía haber inventado el cuento de ciencia-ficción, o Dostoyevski, que admiraba su interés por la psicología criminal.
Además, fue el creador de las historias modernas de detectives, con su Monsieur C. Auguste Dupin, aunque Poe no las llamaba historias de detectives, sino «de raciocinio», ya que con ellas quería estimular intelectualmente a sus lectores, proponiéndoles puzles cuya resolución precisaba de una combinación de razón e intuición. En los relatos de Dupin vemos a un sagaz detective que sufre la incompetencia de la policía y cuyas aventuras son narradas por un individuo que asiste asombrado a las hazañas del protagonista. Un esquema que décadas más tarde retomarían y perfeccionarían sir Arthur Conan Doyle y Agatha Christie.
Las historias más populares de Poe son, sin embargo, las que conocemos como góticas y que el autor llamaba grotescos y arabescos, términos tomados de sir Walter Scott que en Poe se refieren, respectivamente, a las historias que persiguen un efecto cómico subrayando un determinado aspecto del protagonista y propiciando el contraste entre opuestos (grotescos) y a las centradas en el terror, en asustar al lector, usando para ello todos los elementos del relato, desde la ambientación al retrato de los personajes, pasando por la trama, el tema o el estilo (arabescos).
Aparte del esteticismo y de su afán por provocar la reacción del lector, hay otro rasgo interesante en Poe: como crítico, defendía que cada texto debe analizarse por sí mismo, sin tener en cuenta nada que esté fuera del texto (el close analysis o close reading que mucho tiempo después defenderían los miembros de la corriente del New Criticism). No hay que tener en cuenta el contexto en el que un determinado texto fue escrito, ni tampoco al autor que lo escribió y mucho menos su biografía. En el texto están todas las claves de su interpretación. No hay nada fuera de él.
Por desgracia, Poe no consiguió que sus críticos, los contemporáneos y los posteriores, analizasen su obra siguiendo esos parámetros. Probablemente porque su corta y turbulenta vida (y su extraña muerte) es demasiado jugosa para dejarla fuera de cualquier comentario sobre su trabajo (por si fuera poco, algunos de sus supuestos amigos se explayaron en panegíricos que más que tributos parecían una ficha policial o psiquiátrica).
Es tentador, sí, buscar en su biografía indicios, pistas, explicaciones que ayuden a aclarar por qué escribió lo que escribió y por qué lo hizo así, pero tal vez sea más apropiado dejar a un lado su ajetreada peripecia vital (bien conocida, además) y concederle la deferencia que otros muchos le han negado desde entonces. Vayamos, pues, a su obra.
«The Cask of Amontillado»
«A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga».
En «El barril de amontillado», publicado por primera vez en 1846 en la revista Godey’s Lady’s Book, confluyen dos temas habituales en la narrativa de Poe: individuos que se toman la justicia por su mano (o lo que ellos creen justicia, claro) y personas que son enterradas vivas (tantas en la trayectoria del autor que podría pensarse que más que predilección temática se trata aquí de un terror personal).
Como en los buenos relatos, la historia empieza directa al grano: con la planificación de un asesinato. Nuestro guía es Montresor, un ejemplo paradigmático de narrador poco fiable: dice que está ya cansado de las afrentas de un tal Fortunato, que además le insulta, y ha decidido vengarse de él. Y lo más importante: pretende salir airoso. Nunca sabemos qué es lo que ha hecho el tal Fortunato, ni si Montresor tiene motivos para matarle. Sí que la maniobra es cuidadosamente planeada por el homicida y ejecutada durante el carnaval, que aquí sirve de camuflaje pero también, simbólicamente, como una llamada a la subversión del orden establecido.
Montresor intercepta al festivo y ebrio Fortunato, disfrazado de payaso y ataviado con un gorro con cascabeles, y le engaña para que baje a su bodega a comprobar la calidad de un supuesto barril de amontillado que acaba de comprar. La bodega, en realidad, está en la cripta que alberga los restos de los antepasados de Montresor (que lleva por todo disfraz una máscara negra, cual verdugo), estancias y más estancias en cuyas paredes se alinean nichos y también pilas de huesos.
Montresor va regando a su inminente víctima con abundante vino mientras le guía por un camino cada vez más sinuoso y opresivo, una especie de viaje al inframundo cuya humedad no sienta demasiado bien a Fortunato, que no para de toser. El narrador le dice que debe cuidarse esa tos, a lo que el aludido replica: «Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos». «Verdad, verdad», responde Montresor.
Finalmente llegan a donde debería estar el barril de amontillado, una mera oquedad entre dos muros. Allí hay unas cadenas a las que Montresor no tarda en atar a su amodorrado acompañante, y enseguida procede a tapiar el hueco, ladrillo a ladrillo. Fortunato va despertando poco a poco de su sopor etílico, pero demasiado tarde. Apenas puede gritar un «¡Por el amor de Dios, Montresor!» antes de callar para siempre, tal vez desmayado por el terror, tal vez consciente de que de nada servirá decir una sola palabra más.
Como curiosidad, este relato fue llevado a la pantalla por Roger Corman en un segmento del filme Historias de terror (1962). Aunque «El gato negro» es una adaptación muy laxa de «El barril de amontillado», merece la pena por ver a Vincent Price (Fortunato) y a Peter Lorre (Montresor).
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