Soy muy vulnerable a los catarros. Hace ya bastantes años que no cojo uno de esos de estar una semana metida en la cama rodeada de medicamentos, pañuelos (o sucedáneos) usados y una colección de estampitas de vírgenes y santos aportada por amigos y familiares que están seguros de que no vas a salir de esta, pero mi estado de salud durante el invierno dista de ser óptimo. Lo habitual en los últimos tiempos es que, allá por septiembre u octubre, empiece a toser y a moquear la primera noche que refresca, y que ese resfriado, no intenso pero sí continuo, me acompañe hasta las puertas del verano.
Este año no ha sido una excepción. A principios de octubre inauguré la temporada de catarros, pero tomé la determinación de plantarles cara fortaleciendo mis (o eso intuía) debilitadas defensas. Y así, pertrechada tras mis vitaminas, he atravesado, muy ufana yo, el invierno, sin inmutarme ante las sucesivas oleadas de gripe ni ante los resfriados que, como setas, surgían a mi alrededor, convencida de que, esta vez, nada malo podía pasarme.
Pero me equivoqué. Estamos casi en mayo, con una temperatura de 30 grados, y ni lluvias, vientos o temporales en el horizonte, y yo estoy hecha un asco por culpa de uno de esos catarros fulminantes que nacen una mañana y te destrozan esa misma noche. Llevo dos días pegada a los pañuelos (o sucedáneos), una afición que me impide estar diez minutos seguidos haciendo nada porque mi nariz reclama casi a cada minuto mi atención, y cada vez que agito mis ya perjudicadas fosas nasales sólo deseo que se vaya tan rápido como vino.
Supongo que después de esto seguiré tomando las vitaminas, aunque ya nunca volveré a mirar la caja como antes.