Las series y la ‘piratería’

La otra mañana, al abrir Twitter, me encuentro con uno de esos tuits ante los que no sabes si dejar de seguir a quien lo ha publicado, contestar en plan troll o simplemente cerrar Twitter y no abrirlo más. Me incliné por una cuarta posibilidad: tratar de debatir con la autora de dicho tuit, educadamente. No hubo debate porque no me respondió, pero sí a otros de los mensajes que recibió. Con todos esos tuits he montado este Storify.

Ahí terminó la conversación, si es que se puede llamar a eso conversación, porque Belén Frías decidió apagar el Twitter por unas horas y seguir con su vida. Aunque en absoluto lo comparta, entiendo que su posición es la que le dicta su puesto de trabajo, y entiendo que defienda a su empresa y que ataque a quienes hacen subtítulos para series por gusto y sin cobrar un euro por ello y les llame, sin más, piratas. Incluso entiendo que defienda el discurso oficial de que la mal llamada piratería acaba con puestos de trabajo. (Lo de “La piratería destruye la industria audiovisual y nuestros trabajos” suena a consigna, la verdad)

Lo que no entiendo es que de verdad considere (imagino, de nuevo, que será la postura oficial de su empresa) que con estrenar las series al mismo tiempo (al día siguiente, creo, en ciertos casos) en un canal de pago sea suficiente para que la gente deje de buscar episodios y subtítulos en internet. Porque no lo es. Ni de lejos.

Hace años que dejé de tener tele de pago (nos costaba un dineral al mes y casi nunca veíamos nada porque estábamos siempre fuera), así que no sé si esa política de los canales españoles de pago de poner las series al día siguiente de que se emitan en EEUU ocurre durante toda la temporada o sólo con el primer capítulo de cada nueva tanda.

Pero supongamos que lo hacen durante toda la temporada. Al día siguiente, con subtítulos hechos por profesionales, revisados y ajustados hasta la última coma. ¿Dejaría entonces de descargarlos? No.

En Estados Unidos (y en el Reino Unido, por más que la mayoría de lo que vemos, al menos en casa, venga del otro lado del Atlántico) las series que seguimos las emiten en distintas cadenas, y también en España emiten lo que nos interesa en distintas emisoras. Y para tener acceso a todas no basta con un paquete básico de pago: hace falta uno completito, de esos que cuestan un dinerito todos los meses para terminar viendo, a lo sumo, tres o cuatro episodios a la semana, eso si los emiten, porque hay que tener en cuenta el parón del verano, el de navidades y las semanas que por béisbol, discursos de Obama o simples ajustes de calendario no se emiten las series que vemos. No compensa. (Y eso sin contar las británicas, que suelen ser de seis episodios o incluso de tres por temporada, como Sherlock).

Mucho menos si tenemos en cuenta que, en mi caso, nunca estoy en casa en prime time, horario en que se suelen emitir series y pelis de estreno. Puedo grabarlo, sí, pero es un paso adicional.

Admitámoslo: descargar series es un tostón. Hay que estar pendiente de calendarios de emisión, buscar los enlaces, esperar a que descargue, buscar subtítulos (esperar, en algunos casos, a que los terminen), comprobar que encajan bien (porque si no hay que buscar otros), pasarlo todo a la tele (sí, prefiero ver las cosas en la tele)… Un incordio. Habrá quien disfrute con todos estos procesos, pero no es mi caso. Pero no hay una buena alternativa, una oficial y cómoda. ¿Pagando? Si el precio es razonable y el servicio adecuado, por supuesto. Me habría encantado pagarle a todo el equipo responsable de Lost, y a Aaron Sorkin por The West Wing, y a Joss Whedon por Buffy (y Firefly), y me encantaría estar pagando ahora al equipo de Fringe, y a Russell T. Davis y Steven Moffat por Doctor Who, y a este último (y Mark Gatiss) por Sherlock

Sé que nadie (al menos nadie con poder) va a hacerme caso pero, señores distribuidores de series (esto se aplica al resto de la industria audiovisual), están a tiempo de cambiar las cosas y de hacer algo más que lloriquear por las esquinas (como esos editores de periódicos que se quejan de que hayan bajado las ventas en quioscos porque la gente lee los periódicos enteros gratis en internet; deje de ponerlo gratis en internet, está en su mano).

Se ha dicho muchas veces en muchos sitios, pero siguen sin darse por aludidos: dejen de preocuparse por quienes tienen síndrome de Diógenes audiovisual y acaparan películas, series, discos y libros, que probablemente nunca abrirán, como si no hubiera mañana. Esos no pasaban por caja cuando no había más opción que hacerlo si querías disfrutar de algo. Preocúpense de los que sí estamos dispuestos a gastar dinero en las cosas que nos gustan, en las que merecen la pena. Pero tampoco nos roben. No hagan como las editoriales, poniendo ebooks a 15 euros. Sean más listos.

[Tampoco me roben con formatos físicos, como ediciones de DVD a precios poco razonables que sólo incluyen los episodios -metan más cosas, muchas más- o, volviendo al ejemplo de los libros, no hagan como Gigamesh con Danza de Dragones]

Sé que hay unos cuantos sitios en los que se puede acceder de forma legal a series en España, pero la oferta, a mi gusto, es aún insuficiente. Yo quiero ver los episodios de las series que me interesan al día siguiente, en VO y con subtítulos, y no me importa pagar por ello, por tener cada mañana a mi disposición un episodio calentito, para verlo on line cuando se me antoje.

Y en cuanto al pago, piensen, por ejemplo, en bonos de temporadas completas de cada serie. Y no sólo las que están en emisión, sino también las que tengan unos años. Hagan la prueba, a ver qué tal. Si no funciona, y nadie se sube a ese tren, tienen mi permiso para clamar contra los piratas, internet y la santísima trinidad. Pero hasta entonces, no digan que “dan opciones al público”. Den, además, opciones razonables, hagan que sea más fácil y cómodo que andar buscando por internet lo que queremos ver. Yo me apuntaría a eso. Y seguro que muchos otros también.

Filibusteros

[Nueva entrega de ‘todo lo que sé de política estadounidense lo aprendí en ‘The West Wing’]

Cuando un hispanohablante se refiere a un filibustero normalmente piensa en un pirata. Pero si eres un angloparlante, especialmente si vives en Estados Unidos, la cosa se complica un poco, porque entonces, además de un pirata, puedes estar refiriéndote a un aventurero que no atiende otras órdenes que las que dictan su bolsillo y/o su ideología o a un miembro del Senado estadounidense, cuya normativa incluye como táctica parlamentaria algo llamado filibusterismo y que básicamente consiste en obstaculizar un debate o votación sobre un determinado asunto aburriendo a los presentes en la Cámara hasta que deciden suspender la sesión. Para ello, el filibustero debe tomar la palabra y no soltarla. Debe seguir hablando, sin detenerse ni sentarse en su escaño, hasta que los senadores decidan aplazar el debate, la votación o lo que sea que tengan entre manos. No importa lo que el filibustero diga. Puede leer la lista de la compra, un libro (ha pasado), un periódico o lo que se le ocurra. El caso es que ni se pare ni se siente.

Esto, que parece directamente sacado de una obra de ficción o de los vetustos anales del comienzo de la democracia estadounidense, ocurrió en el Senado de EEUU la semana pasada. Bernie Sanders, senador independiente por Vermont, mostraba así su rechazo al acuerdo sellado entre Obama y los republicanos para mantener las deducciones fiscales, instauradas por Bush, a los ciudadanos cuyos ingresos superan los 250.000 dólares al año.

Sanders, que estuvo hablando durante ocho horas y media (el récord lo tiene el senador Strom Thurmond, de Carolina del Sur, que en 1957 aguantó 24 horas y 18 minutos para posponer la votación de una ley de derechos civiles), no cree que lo suyo fuese una acción de filibusterismo: «Pueden llamar lo que estoy haciendo hoy como quieran. Pueden llamarlo filibusterismo. Pueden llamarlo un discurso muy largo», dijo Sanders. «No estoy aquí para batir ningún récord o para montar un espectáculo. Simplemente estoy aquí hoy para explicar lo mejor que pueda al pueblo americano que tenemos que conseguir un acuerdo mucho mejor que éste».

Pero de nada le sirvió a Sanders el esfuerzo, porque la votación se pospuso pero finalmente la ley salió adelante, aunque sí logró que se votase una enmienda (también perdió esa votación) que ha servido, junto a su puñetazo en la mesa, para que salte a la palestra el descontento de muchos demócratas (y de muchos que, como Sanders, votan con ellos sin serlo) con acuerdos que negocia el presidente Obama y de los que se enteran, como se suele decir, por la prensa. (Y de paso demuestra, como apunta este artículo, que los demócratas podrían haber obstaculizado, si hubieran querido, leyes aprobadas durante el mandato de Bush como, por ejemplo, las que tuvieron que ver con la invasión de Irak.)

También sirvió para que muchos ciudadanos, tanto de allí como de todo el mundo, se enterasen de qué es lo que el Senado estaba a punto de aprobar y de paso aprendieran algo que ya sabíamos los que adoramos The West Wing, porque la serie de Aaron Sorkin (a quienes hayan visto La red social: ¿nos os olía a puro Despacho Oval la conversación del decano -o lo que fuese- con los dos gemelos?) también tuvo su propio filibustero en el tramo final de la segunda temporada. La acción transcurría, como en el caso de Sanders, un viernes por la noche, cuando Howard Stackhouse, demócrata, toma la palabra para detener la votación de una ley sobre bienestar familiar en la que no había conseguido introducir una pequeña partida para centros dedicados al autismo.

El filibusterismo en cuestión les pilla a todos los inquilinos del Ala Oeste con las maletas en la puerta para ir a ver a sus respectivas familias, pero deben quedarse hasta que la votación termine. Mientras C. J., Josh y Sam escriben a sus padres y madres para contarles lo que está pasando (y a través de sus relatos es como Sorkin nos cuenta la historia), Donna averigua que lo que ha movido a Stackhouse a la rebelión es que tiene un nieto autista.

En uno de esos giros tan infrecuentes, por desgracia, en la vida cotidiana, los chicos del presidente trabajan para ganarse a otros senadores, también abuelos, para que le hagan larguísimas preguntas a Stackhouse para que el pobre hombre pueda descansar sin, técnicamente, dejar de ser un filibustero. Finalmente, Stackhouse tiene más éxito que Sanders y consigue incluir en la ley la partida para los centros de autistas. Pero como ya he dicho, las cosas no suelen terminar así en la vida real.

‘Presidential crossover’

The West Wing WallpaperAaron Sorkin no quería que su presidente Bartlet tuviese un segundo mandato. Su plan era que perdiese la reelección y que el gobernador Robert Ritchie (James Brolin) tomase las riendas del país. Pero la NBC no quería que la serie acabase tan pronto, así que decidió que Bartlet ganase (gracias en buena parte a aquel glorioso y emocionante debate en el que le dio un baño a su rival) para seguir gobernando su ficticia Casa Blanca cuatro años más. Sorkin dejó entonces The West Wing, y la serie siguió sin él. Con el paso de los años, conforme la segunda y última etapa de Bartlet en la Presidencia se acercaba inexorablemente a su fin, llegó el momento de buscar un sustituto, y los entonces guionistas de la serie se fijaron en un joven y prometedor senador de Illinois para tomarle como modelo con el que crear a su Matt Santos (Jimmy Smits).

Este es uno de esos casos en los que la realidad imita a la ficción, porque unos años después aquel prometedor senador, Barack Obama, se postuló como candidato a ocupar la Casa Blanca. Durante casi un año le vimos pelear contra sus oponentes en el Partido Demócrata, especialmente con la aguerrida Hillary Clinton, hasta que finalmente su formación le designó oficialmente como candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos (un proceso largo, a ratos tedioso y a ratos emocionante, que conocimos, como tantas otras cosas, gracias a The West Wing). En medio de esa agotadora carrera, el ahora presidente encontró a su Toby, un Jon Favreau capaz de emular los arrebatos más inspirados de los mejores Toby Ziegler y Sam Seaborn.

Por suerte para Obama, en el tramo final de la lucha por la Casa Blanca tuvo que vérselas con John McCain y su indefinible compañera Sarah Palin. Aunque la lectura del artículo que David Foster Wallace le dedicó al candidato republicano muestra que McCain no es exactamente como nos lo han contado, lo cierto es que el ficticio Arnie Vinick (Alan Alda) habría sido un rival mucho más difícil de batir (de hecho, si a mí me dan a elegir entre Santos y Vinick, me quedo con el segundo, sobre todo antes de que su partido le obligase a republicanizarse).

The West Wing Jed & AbbeyPero este es también uno de esos casos en los que la realidad supera a la ficción. Jed Bartlet llegó a la Casa Blanca con un Nobel de Economía bajo el brazo (sus críticos siempre le acusaban de ser un esnob, de creerse superior, más inteligente que los demás; no es que lo creyese, simplemente lo era, y no entendía por qué tenía que ocultarlo y hacer creer a los ciudadanos que era idiota) y Barack Obama ha logrado el Nobel de la Paz antes de cumplir nueve meses en el cargo.

The West WingAunque han sido muchas las voces que se han alzado contra la decisión de la Comisión del Premio Nobel, la única pega que yo le pongo es que tal vez es demasiado pronto. Puede que, como dijo el mismo Obama, no sea un reconocimiento a sus logros, sino una llamada de atención, una advertencia para que no se descarríe y no decepcione a los que han puesto tantas esperanzas en él (también hay quien dice que es un castigo a su predecesor, al que no le importaba demasiado que los demás pensasen que era idiota). Lo que está claro es que Barack Obama no se conforma con hacer realidad lo que otros crearon en la ficción. Para Obama no es suficiente parecerse a Matt Santos. Quiere ser Jed Barlet. Ojalá lo consiga.

PD: Buscando cosas sobre la serie me he topado con este encuentro (ficticio, claro) Obama-Bartlet escrito por Sorkin para The New York Times antes de las elecciones del pasado noviembre. Aunque no tiene desperdicio, una de las mejores partes es cuando Obama le pide consejo para lograr el apoyo de esas mujeres blancas que las encuestas dicen que está perdiendo (Bartlet responde: «Llevo 40 años casado con una mujer blanca y sigo sin saber qué quiere de mí») y cómo conseguir el apoyo del pueblo americano: «Yo no tenía que ser el presidente de América, sólo de la gente que veía The West Wing; no te mentiré: ser ficticio fue una gran ventaja».

Adama

Ya había hecho bastantes cosas antes (incluso había participado en la aclamada -no es mi caso- Blade Runner), pero a mediados de los 80 Edward James Olmos se convirtió en el teniente Castillo. Sus andanzas con Sonny Crocket y Ricardo Tubbs le dieron la fama pero también una losa que le ha perseguido durante 20 años, porque para mí, y para otros muchos, durante todo este tiempo ha sido el teniente Castillo. Desde su aparición en Corrupción en Miami, Edward James Olmos ha trabajado en decenas de producciones, sobre todo series de televisión, y en numerosas películas. Ha dirigido (American me), producido, compuesto una banda sonora y hasta estuvo en El ala oeste (el juez Mendoza), pero no era suficiente.

Dos décadas después, se subió a la Galáctica para salvar a la moribunda raza humana de la implacable persecución de los cylon y guiarla hacia un nuevo hogar, y Edward James Olmos dejó de ser el teniente Castillo para convertirse en el almirante Adama.

Hay muchos motivos para ver Battlestar Galactica (ahora que ha terminado igual me animo a escribir una reseña definitiva al respecto), pero puede que el mejor sea la colección de personajes memorables que se hacinan en esa flota desahuciada que vaga sin rumbo por el espacio. De entre todos ellos yo siempre me he quedado con Bill Adama (no en vano, más de una vez dije «quiero que me adopte»), incluso cuando se equivocaba, tomaba decisiones incomprensibles o rozaba el golpe de Estado, porque sus discursos a la tripulación, antes de cada batalla crucial o después de una tragedia, que de todo ha habido en estas cuatro temporadas, siempre me estremecían y me hacían pensar que, si él fuese una persona real o yo un personaje de ficción, me habría presentado voluntaria todas y cada una de las veces que lo hubiese requerido, porque no se me ocurre un comandante mejor al que confiar los restos de la raza humana.

Desaplicación

Esto es lo que pasa cuando las distribuidoras tardan tanto en terminar de editar las series que se olvidan del formato en el que las estaban publicando. (Tampoco se toman la molestia de comprobar si lo hacían en cajas de cartón o en estuches de plástico, porque les trae al fresco esa gente que ha dejado un huequecito en su estantería para poner las temporadas que le faltan).

The West Wing Slackness

Pereza

Hace unos días Petit et perdue me preguntaba, a colación de mi breve comentario sobre los Globos de Oro, si la pereza que me daba ver John Adams tenía algo que ver con su calidad. Evidentemente, le respondí que no, que los trocitos que había visto al azar tenían muy buena pinta pero que, simplemente, no me apetecía verla ahora, en primer lugar porque últimamente hay demasiada seriedad en mi vida real, tanta que cuando me siento frente a la tele sólo quiero evadirme y dejarla atrás, aunque sólo sea un ratito (esto no significa que desconecte las neuronas o, aún peor, que me ponga a ver series españolas).

En segundo lugar, he aparcado John Adams (y la segunda temporada de Damages y Californication, y la tercera de Dexter, y Mad men, y puede que alguna cosa más, como Los Tudor o Life) para reservarla para el verano, porque no tiene sentido pasar todo el año viendo compulsivamente series y después estar desde mayo a septiembre-octubre (o enero, según los casos) sin nada decente que echarse a la cara.

Pero la tercera y última razón es la definitiva: sigo demasiadas series.

Así, a bote pronto (bueno, en realidad no, porque acabo de consultarlo en el disco multimedia que tenemos enchufado a la tele), sigo a ritmo norteamericano 30 Rock (a esta me apunté hace sólo unos meses, pero me puse rápidamente al día), Anatomía de Grey (toda teleadicta necesita un culebrón, y este es el mío, por mucho que se esté poniendo últimamente un poco rarita, con la vuelta a escena -de modo fantasmagórico pero sexualmente activo- del tío al que yo llamo el guapito muerto), Bones (después de ver bastantes capítulos sueltos -y desordenados-, decidí que merecía la pena verla bien), CSI (tras años sometida a la dictadura de la cadena enemiga, que reserva cada nueva tanda de episodios para cuando le viene en gana, esta recomendación de Casciari me hizo querer ver cuanto antes la séptima temporada, la del asesino de las miniaturas, y la sigo a ritmo yanqui desde entonces; lo siguiente que veré será la marcha de Grissom, y no sé si seguiré viéndola después), Californication (aunque esta la dejaré, como ya he dicho, para el verano o para alguna noche de insomnio), Cómo conocí a vuestra madre (esta también empezamos a verla tarde, pero cogimos pronto el ritmo), Fringe, House (Fox, Cuatro, muchos episodios sueltos vistos con retraso y, desde la temporada pasada, a su ritmo de emisión) y Héroes (aún no hemos empezado a ver la tercera; las críticas no animan nada).

En esta lista no se incluyen series terminadas que hemos seguido religiosamente, como El ala oeste o Studio 60, ni las inglesas (los muy vagos sólo hacen temporadas de seis episodios, incompatibles con el concepto seguir) como The IT Crowd, Little Britain o No heroics (que tiene un gran punto de partida pero no esa chispa que tienen las dos anteriores), ni tampoco dos adicciones en toda regla: Battlestar Galactica (que comenzó el viernes pasado la emisión de sus diez últimos capítulos –¿quién será el quinto cylon?-, aunque aún no hemos podido ver el primero porque mi marido, que sí curra este fin de semana -a mí me toca descanso-, salió ayer del trabajo pasada la una de la mañana; a ver si esta noche hay algo más de suerte) y, por supuesto, Perdidos, que vuelve por fin este miércoles (por cierto, que en el Reino Unido los espoilers han salido a la calle) con su penúltima temporada, toneladas de preguntas y puede que alguna respuesta. O a lo mejor no.

El Toby de Obama

En plena resaca obamista, Mi mesa cojea ha rescatado un fragmento de uno de los discursos más conocidos y emocionantes que el presidente electo de EEUU ha pronunciado en su camino a la Casa Blanca y que procedo a copiar tal cual aquí:

“Hay un decreto en el Acta Fundacional que declara el destino de una nación. Fue susurrado por esclavos y abolicionistas a medida que forjaban el camino hacia la libertad. Fue cantado por inmigrantes que llegaron de destinos remotos, por pioneros que empujaron sus destinos hacia el oeste luchando contra lo infranqueable. Fue el llamamiento de los trabajadores que se organizaron, de las mujeres que lucharon por su derecho al voto, de un presidente que escogió la luna como nuestra nueva frontera, y de un rey que nos guió hacia la cumbre y, una vez allí, nos señaló la Tierra Prometida. Sí, se puede tener justicia e igualdad.

Sí, se puede tener oportunidades y prosperidad. Sí, se puede sanar esta nación. Sí, se puede reparar el mundo.

Sabemos que la batalla que nos espera será larga, pero debemos recordar que no importa cuántos obstáculos nos encontremos porque nada puede interponerse en el camino de millones de voces exigiendo el cambio.

Un coro de cínicos nos ha dicho que no lo lograremos. Pero sus voces serán cada vez más disonantes. Nos han pedido que aceptemos la realidad. Nos han advertido que no debemos dar a la gente de esta nación falsas esperanzas. Pero en la improbable historia llamada América no hay nada falso en tener esperanza.

Las esperanzas de la pequeña niña que va a la desmoronada escuela en Dillon son las mismas que las del niño que se educa en las calles de Los Ángeles.

Vamos a recordar que algo está ocurriendo en América, que no estamos tan divididos como sugiere nuestra política, que somos un pueblo, que somos una nación.

Y juntos vamos a comenzar el siguiente gran capítulo de la historia americana con tres palabras que sonarán de costa a costa, de un océano al otro soleado océano:

Yes, we, can.”

Barack Obama (8 de enero de 2008, New Hampshire)

Al margen de que sea o no capaz de cumplir las elevadísimas expectativas que millones de personas en todo el mundo (no sólo en su país) han puesto en él, lo que quedó claro el día que nació el «Yes, we can» es que el Toby de Obama era muy bueno. [Nota para los no iniciados: me refiero a Toby Ziegler, el director de Comunicaciones del presidente Bartlet en El ala oeste y encargado de escribirle los discursos. Aparte de que es una serie magnífica, sus dos últimas temporadas son una magnífica forma de conocer todo el proceso electoral de EEUU, desde las primarias a la carrera por la Presidencia, como lo es Ángeles y demonios, de Dan Brown, sobre la transición entre un Papa y el siguiente, aunque eso es otra historia].

Lo curioso no es que sea realmente bueno y que escriba discursos que te ponen la piel de gallina (gracias también al saber hacer de su candidato sobre el escenario, por supuesto), sino que el autor de las palabras de Obama es un chico de 27 años, Jon Favreau (no confundir con el director de Iron Man), antiguo colaborador de John Kerry y que a partir de ahora será la voz del presidente de Estados Unidos.