[Nueva entrega de ‘todo lo que sé de política estadounidense lo aprendí en ‘The West Wing’]

Cuando un hispanohablante se refiere a un filibustero normalmente piensa en un pirata. Pero si eres un angloparlante, especialmente si vives en Estados Unidos, la cosa se complica un poco, porque entonces, además de un pirata, puedes estar refiriéndote a un aventurero que no atiende otras órdenes que las que dictan su bolsillo y/o su ideología o a un miembro del Senado estadounidense, cuya normativa incluye como táctica parlamentaria algo llamado filibusterismo y que básicamente consiste en obstaculizar un debate o votación sobre un determinado asunto aburriendo a los presentes en la Cámara hasta que deciden suspender la sesión. Para ello, el filibustero debe tomar la palabra y no soltarla. Debe seguir hablando, sin detenerse ni sentarse en su escaño, hasta que los senadores decidan aplazar el debate, la votación o lo que sea que tengan entre manos. No importa lo que el filibustero diga. Puede leer la lista de la compra, un libro (ha pasado), un periódico o lo que se le ocurra. El caso es que ni se pare ni se siente.
Esto, que parece directamente sacado de una obra de ficción o de los vetustos anales del comienzo de la democracia estadounidense, ocurrió en el Senado de EEUU la semana pasada. Bernie Sanders, senador independiente por Vermont, mostraba así su rechazo al acuerdo sellado entre Obama y los republicanos para mantener las deducciones fiscales, instauradas por Bush, a los ciudadanos cuyos ingresos superan los 250.000 dólares al año.

Sanders, que estuvo hablando durante ocho horas y media (el récord lo tiene el senador Strom Thurmond, de Carolina del Sur, que en 1957 aguantó 24 horas y 18 minutos para posponer la votación de una ley de derechos civiles), no cree que lo suyo fuese una acción de filibusterismo: «Pueden llamar lo que estoy haciendo hoy como quieran. Pueden llamarlo filibusterismo. Pueden llamarlo un discurso muy largo», dijo Sanders. «No estoy aquí para batir ningún récord o para montar un espectáculo. Simplemente estoy aquí hoy para explicar lo mejor que pueda al pueblo americano que tenemos que conseguir un acuerdo mucho mejor que éste».
Pero de nada le sirvió a Sanders el esfuerzo, porque la votación se pospuso pero finalmente la ley salió adelante, aunque sí logró que se votase una enmienda (también perdió esa votación) que ha servido, junto a su puñetazo en la mesa, para que salte a la palestra el descontento de muchos demócratas (y de muchos que, como Sanders, votan con ellos sin serlo) con acuerdos que negocia el presidente Obama y de los que se enteran, como se suele decir, por la prensa. (Y de paso demuestra, como apunta este artículo, que los demócratas podrían haber obstaculizado, si hubieran querido, leyes aprobadas durante el mandato de Bush como, por ejemplo, las que tuvieron que ver con la invasión de Irak.)

También sirvió para que muchos ciudadanos, tanto de allí como de todo el mundo, se enterasen de qué es lo que el Senado estaba a punto de aprobar y de paso aprendieran algo que ya sabíamos los que adoramos The West Wing, porque la serie de Aaron Sorkin (a quienes hayan visto La red social: ¿nos os olía a puro Despacho Oval la conversación del decano -o lo que fuese- con los dos gemelos?) también tuvo su propio filibustero en el tramo final de la segunda temporada. La acción transcurría, como en el caso de Sanders, un viernes por la noche, cuando Howard Stackhouse, demócrata, toma la palabra para detener la votación de una ley sobre bienestar familiar en la que no había conseguido introducir una pequeña partida para centros dedicados al autismo.
El filibusterismo en cuestión les pilla a todos los inquilinos del Ala Oeste con las maletas en la puerta para ir a ver a sus respectivas familias, pero deben quedarse hasta que la votación termine. Mientras C. J., Josh y Sam escriben a sus padres y madres para contarles lo que está pasando (y a través de sus relatos es como Sorkin nos cuenta la historia), Donna averigua que lo que ha movido a Stackhouse a la rebelión es que tiene un nieto autista.
En uno de esos giros tan infrecuentes, por desgracia, en la vida cotidiana, los chicos del presidente trabajan para ganarse a otros senadores, también abuelos, para que le hagan larguísimas preguntas a Stackhouse para que el pobre hombre pueda descansar sin, técnicamente, dejar de ser un filibustero. Finalmente, Stackhouse tiene más éxito que Sanders y consigue incluir en la ley la partida para los centros de autistas. Pero como ya he dicho, las cosas no suelen terminar así en la vida real.
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