«It has always been the prerogative of children and half-wits to point out that the emperor has no clothes.
But the half-wit remains a half-wit, and the emperor remains an emperor».
Dream – The Sandman, Vol. 9:
The Kindly Ones (Neil Gaiman)
«It has always been the prerogative of children and half-wits to point out that the emperor has no clothes.
But the half-wit remains a half-wit, and the emperor remains an emperor».
Dream – The Sandman, Vol. 9:
The Kindly Ones (Neil Gaiman)
Exceptuando la grecolatina, la nórdica es probablemente la mitología pagana más conocida y popular en todo el mundo, sobre todo por la aparición recurrente de muchos de sus elementos en libros, cómics, películas y series de televisión que nos han familiarizado con nombres como Odín, Thor, Loki, las Valkirias, el Valhalla… Sin embargo, el conocimiento popular (al menos el mío) no se extiende mucho más allá de ese puñado de nombres. Y aunque siempre he sentido cierta curiosidad por el tema, no había sido hasta ahora suficiente para animarme a saber más, en parte porque el material, las fuentes, las historias, se me antojaban demasiado dispersos.
Por eso aplaudí cuando supe que Neil Gaiman iba a publicar un volumen sobre la mitología nórdica (bien pensado, podría publicitarse como una suerte de American Gods Companion, al menos para la parte asgardiana de esa joya).
“We don’t have a clue what’s really going down, we just kid ourselves that we’re in control of our lives while a paper’s thickness away things that would drive us mad if we thought about them for too long play with us, and move us around from room to room, and put us away at night when they’re tired, or bored.»
Rose Walker – The Sandman, Vol. 2:
The Doll’s House (Neil Gaiman, 1990)
2014 fue un año bastante pobre en lecturas, con menos de la mitad de libros leídos de lo normal en mí, pero aun así me apetecía dejar por aquí la lista de lo que leí el año pasado, junto con algún breve comentario, por si le sirve a alguien de utilidad. La lista incluye alguna relectura (El Hobbit, Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer) y autores repetidos, como Stephen King, Julian Barnes y, sobre todo, Neil Gaiman. Lo de este último se explica por mi tendencia a leer en serie las obras de los autores que acabo de conocer (y me gustan, claro). Al señor Gaiman lo descubrí el año pasado con American Gods, y después de esa novela cayeron unas cuantas más.
«Se había echado a llorar, y yo me sentía incómodo. No sabía qué hacer cuando un adulto se echaba a llorar. Era algo que solo había visto en dos ocasiones: había visto llorar a mis abuelos cuando murió mi tía, en el hospital, y también había visto llorar a mi madre. Los adultos no deberían llorar. No tienen una madre que los consuele».
Un estanque que es un océano, un océano que es sólo un estanque, y además cabe en un cubo… Un niño que vive una aventura extraordinaria, aterradora, improbable, de la que nada recuerda al crecer. Ni siquiera a esas tres mujeres que le salvaron la vida, tres mujeres que tal vez sean una sola, tan vieja como el mundo y tan improbable como todo lo demás.
El océano al final del camino es una novela corta o un relato largo, una historia deliciosa en su aparente sencillez que se inscribe en el universo onírico y fantástico al que tan afecto es Neil Gaiman pero en la que prescinde del armazón mitológico sobre el que se asientan novelas como American Gods o Los hijos de Anansi. No hay aquí dioses propiamente dichos, o al menos no dioses que conozcamos, pero sí hay criaturas fantásticas, poderosas y terribles, de esas que pueblan las pesadillas, especialmente las de los niños.
Precisamente un niño es el protagonista de El océano al final del camino, un niño que al crecer olvidó que conoció a tres guardianas que mantienen a raya a las pesadillas de otros mundos que tratan de cruzar al nuestro, que olvidó que por un descuido proporcionó a una de esas criaturas el pasaporte para amenazar el tejido mismo de nuestra realidad, que olvidó el miedo y el dolor y las bajas que hubo en aquella batalla, que olvidó que se sumergió en un estanque que encerraba todo el universo.
«Lo segundo que pensé fue que lo sabía todo. El océano de Lettie Hempstock fluía por dentro de mí, y llenaba el universo entero, desde Huevo hasta Rosa. Lo sabía. Sabía lo que era Huevo —donde comenzó el universo, con el canto de unas voces no creadas que cantaban en el vacío— y sabía dónde estaba Rosa —el peculiar pliegue del espacio sobre el espacio que daba lugar a diversas dimensiones que se plegaban como figuras de origami y florecían como extrañas orquídeas, y que marcaría la última época buena antes de que se acabara todo y llegara el siguiente Big Bang, que sería, ahora lo sabía, completamente distinto—. (…)
Vi el mundo en el que había vivido desde mi nacimiento y comprendí lo frágil que era; comprendí que la realidad que yo conocía no era más que la fina capa de glaseado que cubre una inmensa y oscura tarta de cumpleaños, preñada de larvas, de pesadillas y de hambre. Vi el mundo desde arriba y desde abajo. Vi que había rutas y puertas y caminos más allá de la realidad. Vi todas esas cosas y las entendí y me llenaron por dentro, como me llenaban las aguas del océano.
Todo me susurraba en mi interior. Todo hablaba con todo, y yo lo sabía todo».
Ese niño, ya mayor, lo ha olvidado todo. Al volver a la casa familiar por un funeral vuelve a encontrarse con una de las guardianas, una de las Hempstock. Y allí, en el estanque (¿o era un océano?) donde ocurrió todo, recuerda. Y su recuerdo, el recuerdo de un niño, fragmentado, impreciso, pero honesto, es el relato que leemos. Pero al terminar, cuando se despide y se marcha, vuelve el olvido, disfrazado primero de un manto de duda que termina por borrarlo todo. Tal vez porque aquello en realidad nunca ocurrió, tal vez porque hay que dejar algunas cosas atrás para poder seguir avanzando.