Londres (II)

Hace más de un mes que volvimos de Londres y casi otro desde que dije que iba a contar cómo había sido el viaje, así que creo que ya va siendo hora de que me ponga manos a la obra.

Día 1 (07/07/07)
Llegamos a Londres unos días después de la (pen)última alerta terrorista en los aeropuertos británicos, unos días antes de las tremendas inundaciones que anegaron el país y curiosamente el fin de semana que empezaba el Tour (que a pesar de ser de Francia arrancaba en Londres). Y además, era San Fermín.

Nuestro vuelo salía de Sevilla, directo al aeropuerto de Gatwick, por el que tuvimos que andar varios kilómetros para, primero, recoger las maletas y, después, salir del aeropuerto.

Tras cambiar de terminal (a bordo de un minitren al que se subía entrando por unas puertas de ascensor situadas en un siniestro pasillo) y coger un tren que durante media hora (y ése era el más rápido) nos llevó por barrios obreros sacados directamente de una película de Ken Loach, llegamos a la Estación Victoria, la de Willy (nada de Phileas) Fogg y las novelas de Agatha Christie (al menos su parte más antigua, porque la moderna es como cualquier otra estación de tren).

Después de llegar al hotel, cerca de Russell Square y a un paso del Museo Británico, refrescarnos un poco y soltar las maletas, salimos de nuevo a dar un primer paseo por la zona y, de paso, a buscar algo para cenar.

En esa primera caminata (a la que seguirían otras muchas) recorrimos Tottenham Court Road, plagada de quioscos y, sobre todo, tiendas de informática, y después seguimos por Oxford Street, un paraíso del consumismo y de las franquicias internacionales, y llegamos a Regent Street, donde hay una de las sucursales de lo que para mi novio es casi una religión: la tienda Apple.

Día 2 (08/07/07)
En el vestíbulo del hotel, plagado de españoles, constatamos que no éramos los únicos que teníamos problemas con las duchas, ni con el desayuno continental, del que ya hablé hace unos días.

La ruta comienza con una vista de la impresionante fachada del Museo Británico (ante cuya puerta un tipo vende los perritos más apetecibles que he olido), frente al que está Gosh!, una tienda de cómics pequeñita y acogedora pero con un impresionante fondo editorial.

Bajamos por Charing Cross Road, corazón del West End (pasamos ante el teatro en el que se representa Spamalot, el musical de los Monty Python, con su divertida cartelería) y el séptimo cielo para los que, como yo, adoran las librerías.

Llegamos a Trafalgar Square, con su National Gallery y la altísima Columna de Nelson, todo ello tapado por el circo del Tour.

Al fondo se atisba el Big Ben, más lejano de lo que parece, y hacia allí nos encaminamos, pasando por Whitehall, una avenida que concentra numerosos edificios gubernamentales. En una bocacalle, custodiada por una verja, policías y muchos, muchos curiosos, está Downing Street, donde está la residencia oficial del Primer Ministro británico, el recién llegado Gordon Brown.

Al fin llegamos al Big Ben, una mole que custodia las llamadas (y no menos colosales) Casas del Parlamento. A unos pasos de allí, otra mole, la Abadía de Westminster. Tras una ojeada al conjunto, nos fuimos a comer y, por la tarde, a la National Gallery, una impresionante pinacoteca que custodia, entre otras maravillas, Los girasoles de Van Gogh, Venus y Marte, de Botticelli, La virgen de las rocas de Leonardo (una de las dos versiones que existen; la otra está en el Louvre), El retrato de los Arnolfi de Van Eyck o La Venus del espejo de Velázquez.

En el paseo de vuelta al hotel pasamos por la ruidosa y atestada Picadilly, caminamos accidentalmente por el Chinatown londinense y entramos en el Sports cafe, un pintoresco local de decoración y ambiente deportivo donde comprobamos que Federer se estaba merendando a Nadal en la final de Wimbledon.

Día 3 (09/07/07)
Ni museos ni visitas turísticas. Es un día de shopping, de visitas a las librerías Waterstone’s y Borders (en realidad entramos sólo en algunas de las muchas tiendas de estas cadenas de librerías, la primera británica y la segunda norteamericana), atestadas de libros de autores conocidos y muchos desconocidos, con sugerentes cubiertas y atractivos precios (y secciones de cine y televisión tan bien provistas que dan ganas de echarse a llorar) y, además, discos, DVD (¿por qué los DVD del mercado británico no vienen con subtítulos en español? La de cosas que me podría haber comprado, entre ellas las dos últimas temporadas de El ala oeste, que a ver cuándo las editan por aquí) y revistas, toneladas de revistas dedicadas a casi todo.

A pesar de mi modesto nivel de inglés (nivel medio, hablado y escrito, como decimos todos), me llevé un par de cositas de Borders: Diaries: The Python Years 1969-1979, de Michael Palin; Inside Little Britain, perpetrado por David Walliams, Matt Lucas (los dos artífices de la serie) y Boyd Hilton, y unas obras completas de Poe que me costaron dos duros.

En la tourné consumista no podía faltar la obligada parada en GAP (compra de camiseta incluida, of course) y una visita como Dios manda a la tienda Apple, un establecimiento amplio, luminoso, bonito y en el que te dejan toquetearlo todo cuanto quieras (y el rato que quieras, aunque, eso sí, de pie) y que además tiene una sala de conferencias con unas butacas comodísimas ideales para reposar la espalda después de un duro día de caminata mientras un tipo te da un cursillo sobre el Photoshop CS3 o el iPod.

Apple Store. Regent Street, London

Londres (I)

Londres

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Más allá de sus atractivos culturales, turísticos o comerciales, lo que más me llama la atención cuando viajo, especialmente si es al extranjero, son esos pequeños detalles, esas pequeñas cosas que, bien porque sean diferentes a lo que conozco y veo cada día, bien porque sean directamente insólitas, se convierten en un capítulo indispensable de cualquier relato que haga de mi viaje cuando vuelva a casa.

No sé si escribiré con detalle sobre nuestro periplo londinense, pero por lo pronto, a modo de aperitivo, me gustaría hablar de esas minucias que (por muy impresionantes que sean, que lo son, el Big Ben, el Palacio de Buckingham, la Torre de Londres o la Abadía de Westminster) no se pueden pasar por alto cuando uno habla de la capital de la Pérfida Albión.

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En ese catálogo de curiosidades están el gusto de los ingleses por las moquetas, que el metro cueste cuatro libras (seis euros), que haya que comprar el billete del autobús antes de subir en la mayoría de las líneas (en máquinas que sólo admiten el importe exacto), que haya cada tres metros un establecimiento de venta de sándwiches, bocadillos y ensaladas (y que casi todos lleven pollo), que en los pasos de peatones una leyenda pintada en el asfalto te indique (siempre) hacia dónde tienes que mirar antes de cruzar, que haya casi tantas librerías como bares de sándwiches, que en los supermercados te pregunten siempre si necesitas una bolsa (no importa que lleves un paquete de patatas o 45 artículos, en cuyo caso la respuesta es bien clara: necesitas más de una), que en todos ellos haya guardias de seguridad perfectamente trajeados, que haya casi tantos Zara como aquí (e incluso una oficina de Marina d’Or), que haya aún más españoles que tiendas de Zara, que dichos españoles entren a comprar en Zara, que el café cueste dos libras (tres euros), que las galletas, pastelitos y similares sean más grandes que mis pies (que son muy, muy grandes), que no cueste un penique entrar en el Museo Británico y en la National Gallery (hay por todas partes unas huchitas para que hagas una donación, las mismas que en otros lugares como la Torre de Londres, cuya entrada cuesta 16 libras, o la Abadía de Westminster, que vale 10), que en los hoteles (al menos en el nuestro) la alcachofa de la ducha esté empotrada en la pared y que te ofrezcan incluido en el precio un desayuno continental (tostadas, bollitos, zumo y algo parecido a café) y el desayuno inglés (huevos, bacon, etc.) sea de pago, que las farmacias no sean de concesión pública, sino cadenas privadas como Boots (en las que, aparte de una amplia gama de medicamentos al alcance de la mano -los farmacéuticos dispensan los que son con receta- hay productos de aseo, alimentación, adaptadores para los enchufes continentales, paraguas, juguetes y hasta artículos de regalo), que el tráfico sea un verdadero caos, por mucho que los coches vayan a toda pastilla (sí, hay muchos vehículos, pero muchos más hay en Roma y aquello fluye que da gusto), que a pesar de todo eso ir en bici no sea un deporte de riesgo, que Harrods (un colosal monumento a la desmesura y el exceso decorativo) sea una atracción más, en la que los turistas ganan por goleada a los verdaderos clientes (lo que quizás se explique por sus precios)…

Seguro que me dejo muchas atrás, porque una ciudad tan, tan grande da para mucho, pero ya me iré acordando. O igual no.