‘1280 almas’ – Jim Thompson (1964)

«Sin embargo estaba preocupado. Tenía tantos problemas que la preocupación me ponía enfermo.

Me sentaba a la mesa para comer quizás media docena de chuletas de cerdo, unos cuantos huevos fritos y un plato de bollos calientes con menudillos y salsa, y el caso era que no podía comérmelo todo. No me lo terminaba. Empezaba a dar vueltas a las cosas que me preocupaban, y cuando me daba cuenta me había levantado sin rebañar el plato.

Con el sueño ocurría lo mismo. Podía decirse que no pegaba ojo. Me metía en la cama pensando que aquella noche tenía que dormir, pero qué va. Pasaban veinte o treinta minutos antes de poder dar una cabezada. Y luego, después de ocho o nueve horas apenas, me despertaba. Bien despierto. Y no podía volver a dormir, cascado y hecho cisco como estaba».


«Creo que me refiero principalmente a que no puede haber infierno personal, porque no hay pecados individuales. Todos son colectivos, George, todos compartimos los de los demás y los demás comparten los nuestros. O quizá, George, quiera decir que yo soy el Salvador, el Cristo en la Cruz que ha bajado a Pottsville porque Dios sabe que aquí me necesitan, y que voy por el mundo haciendo buenas obras para que la gente sepa que no tiene nada que temer, porque si se preocupan por el infierno no tendrán necesidad de buscarlo, Santo Dios, esto parece sensato, ¿no, George? Quiero decir que el deber no corre totalmente a cargo del individuo que lo acepta, tampoco la responsabilidad. Quiero decir que, bueno, George, ¿qué es peor? ¿El tipo que hace saltar una cerradura o el que llama al timbre?».


«Yo había estado en aquella casa cientos de veces, cientos de veces en aquella casa y en otras cien como ella. Pero aquélla fue la primera vez que vi lo que eran todas en realidad. Ni hogares, ni habitaciones humanas, ni nada. Sólo paredes de pino que encerraban el vacío. Sin cuadros, sin libros, sin nada que pudiera mirarse o sobre lo que reflexionar. Solo el vacío que me estaba calando en aquel lugar.

De pronto dejó de existir en aquel punto concreto y se aposentó en todas partes, en todos los lugares como aquel. Y, súbitamente, el vacío se llenó de sonidos y volúmenes, de todos los sucesos implacables que los individuos habían conjurado en el vacío.

Niñas indefensas que gritaban cuando sus propios padres se metían en la cama con ellas. Hombres que maltrataban a sus mujeres, mujeres que suplicaban piedad. Niños que se meaban en la cama de miedo y angustia, y madres que los castigaban dándoles a comer pimienta roja.

Caras ojerosas, pálidas a causa de los parásitos intestinales, manchadas a causa del escorbuto. El hambre, la insatisfacción continua, las deudas que traen siempre los plazos. El cómo-comeremos, el cómo-dormiremos, el cómo-nos-taparemos-el-roñoso-culo. El tipo de ideas que persiguen y acosan cuando no se tiene más que eso y cuando se está mucho mejor muerto. Porque es el vacío el que piensa, y uno se encuentra ya muerto interiormente; y lo único que se hace es propagar el hedor y el hastío, las lágrimas, los gemidos, la tortura, el hambre, la vergüenza de la propia mortalidad. El propio vacío.

Me estremecí y pensé en lo maravilloso que había sido nuestro Creador al crear algo tan repugnante y nauseabundo, tanto que cuando se comparaba con un asesinato éste resultaba mucho mejor. Sí, verdaderamente había sido una obra magna la Suya, magnífica y misericorde. Ella me obligó a dejar de cavilar y a prestar atención a lo que estaba pasando allí y en aquel momento».

‘1280 almas’ – Jim Thompson (1964)