Más citas de ‘Los enamoramientos’

Sigo avanzando en mi lectura de Los enamoramientos, de Javier Marías, y sigo encontrando párrafos que merecen una segunda lectura y, claro, también compartirlos. Aquí os dejo un par de ellos:

«Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan: ‘¿Acaso no le basto? ¿Cómo es que no sale del pozo, teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o que desaparezca’.».

Y otro más:

«El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos —aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda sean muchos más—, que aquéllos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad le pasó. Es él quien hubo de despedirse, casi siempre contra su voluntad, es él quien se perdió cuanto estaba por venir (quien ya no vio crecer y cambiar a sus hijos, por ejemplo, en el caso de Deverne), quien tuvo que renunciar a su afán de saber o a su curiosidad, quien dejó proyectos sin cumplir y palabras sin pronunciar para las que siempre creyó que habría tiempo más tarde, quien ya no pudo asistir; es él, si era autor, quien no pudo completar un libro o una película o un cuadro o una composición, o quien no pudo terminar de leer lo primero o de ver lo segundo o de escuchar lo cuarto, si era sólo receptor. Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más, y el paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones que se le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un robo o supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; las plantas que la desaparecida cuidaba y regaba con esmero, quizá nadie querrá hacerse cargo, y la crema que se aplicaba de noche, las huellas de sus dedos suaves se verán aún en el tarro; sí querrá alguien heredar y llevarse el telescopio con el que se entretenía observando a las cigüeñas que anidaban sobre una torre a distancia, pero lo utilizará para quién sabe qué, y la ventana por la que miraba cuando hacía un alto en el trabajo se quedará sin contemplador, o lo que es decir sin visión; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final, la que solía significar: ‘Ya he cumplido por hoy’. Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’.».

No, no es precisamente la novela más alegre del mundo, aunque eso no quiere decir que no me esté gustando.

Leyendo: ‘Los enamoramientos’, de Javier Marías

Una vez liberada de los exámenes, al fin le he metido mano a esa lista de lecturas pendientes que llevan meses (años, en algún caso) acumulándoseme. He decidido empezar por Los enamoramientos, de Javier Marías, que Contradictorio me regaló el año pasado, cuando se publicó. No llevo por ahora lo suficiente leído como para hacer una valoración de esta vuelta del autor a la novela (género al que tras terminar la trilogía Tu rostro mañana dijo que no regresaría), pero quería compartir estas líneas de las primeras páginas (de la primera y la segunda, para ser más exactos), que en un primer vistazo tal vez parezcan algo frías pero que tras una segunda lectura se revelan dolorosamente acertadas:

«…cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principio sabemos —desde que se nos mueren— que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (‘¿Me he dejado ahí las llaves del coche?’, ‘¿A qué hora salían hoy los niños?’), para nada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbres y eso está reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va a venir más, ni a decir más, ni a dar un paso ya nunca —para acercarse ni para apartarse—, ni a mirarnos, ni a desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos. No sé cómo nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo ya ha pasado y nos ha alejado de ellos, que se quedaron quietos».