‘Nuke the fridge’

Si os digo que fridge significa frigorífico y nuke lanzar una bomba atómica y además habéis visto Indiana Jones y la calavera de cristal sabréis exactamente a lo que me refiero. No es mi intención resucitar el fridgegate y discutir de nuevo sobre su verosimilitud, su función en la historia ni nada de eso (ya lo hice), sino dar cuenta de una expresión que lleva unos meses rondando por la Red, aunque acabo de conocerla (gracias a Guionista en Chamberí), y que alude directamente al incidente del frigorífico inmune a las bombas atómicas que sirve de refugio al mejor arqueólogo que ha aparecido jamás en una pantalla.

Nuke the fridge (o, más correctamente, nuking the fridge) es al parecer el equivalente cinematográfico de saltar el tiburón, y se refiere al punto en el que una franquicia comete tal tropelía narrativa o argumental que invalida, pervierte o despoja de cualquier interés o credibilidad todo lo que venga detrás. El invento incluso tiene una web oficial en la que uno puede hasta comprarse una camiseta. A mí me sigue pareciendo genial lo del frigorífico y en absoluto suscribo este argumento (que quede claro), pero toda la historia de la frase tiene su gracia.

Diferencias ¿irreconciliables?

Como nos temíamos, la quinta entrega de Indiana Jones ya está en marcha, aunque la buena noticia es que los padres de la criatura (uno biológico y el otro adoptivo), George Lucas y Steven Spielberg, no se ponen de acuerdo sobre qué historia van a contar ahora. El primero quiere continuar a partir de la acción de la calavera y el segundo retroceder en el tiempo para abordar los orígenes del héroe (algo francamente complicado teniendo en cuenta -mal que me pese- la edad de Harrison Ford, la muerte de River Phoenix y la renuncia a la saga de Sean Connery; la contratación de otros actores sería una debacle).

Todo esto lo contó George en una entrevista al Sunday Times en la que admitía que le costó mucho convencer a Spielberg para rodar la cuarta y que finalmente aceptó porque lograron llegar a un acuerdo entre los planteamientos de ambos para la película.

Con motivo de la calavera muchos han aprovechado para volver a atacar a Lucas (mi marido suele decir eso de «qué fácil es criticar a George Lucas») en una comparación con Spielberg que se sostiene con argumentos tan peregrinos como su afán mercantilista (claro, es que Spielberg trabaja gratis) o su espíritu dictatorial, que ha obligado a Spielberg a bajarse los pantalones (esto lo leí hace tiempo) para hacer el cuarto Indy. George Lucas no es un santo, ni pretende serlo, pero ¿realmente alguien se cree que a estas alturas Spielberg tiene que bajarse los pantalones ante nadie (que no sea su mujer) o que Lucas convenció a Spielberg de rodar la calavera sin darle nada (creativamente hablando) a cambio?

A todos aquellos que piensen que George Lucas es un semidios capaz de manejar a su antojo la voluntad de los hombres, cuyo libre albedrío queda anulado en su presencia, os diré que no es Lucas quien quiere hacer una quinta, sino Spielberg. Si finalmente se hace, a ver qué historia es la que cuentan, si la del pasado o la del futuro. Yo tengo claro quién ganaría.

Pero por el momento parece que el desacuerdo es importante, así que con un poco de suerte tardarán otros 20 años en hacer otra, y confiemos que para entonces los dos estén demasiado mayores como para ponerse a trotar de nuevo con Indy.

Otros finales para Indy

Me prometí a mí misma que dejaría de hablar del cuarto Indy pero, en una prueba más de que no hay que fiarse de nadie, me mentí.

Mi mesa cojea es un gran blog por muchos motivos, pero hoy aparece por aquí porque su autor ha pedido a varios amigos guionistas que propongan finales alternativos para El reino de la calavera de cristal a partir de la frase Entonces Indiana Jones pone la calavera de cristal en su sitio y

Lo ha hecho en varias entregas (aquí están la primera, la segunda, la tercera y la cuarta) y, aunque por principios con la que estoy más de acuerdo es con la de José Corbacho,

…volvemos 20 años atrás, cuando no existía ni Internet, ni blogs, ni hostias, y no teníamos que aguantar la opinión de gente sobre los finales de las películas hechas por otros. Dejemos el parasitismo para los insectos y dediquemos nuestros esfuerzos a crear cosas nuevas, más que a darle vueltas a lo ya creado.

la que más me ha gustado es esta otra, obra de Fernando Acevedo, uno de los guionistas de El Hormiguero:

…el templo explota y Jones se cae de golpe totalmente ciego.
Jones: “No puedo ver…”
Un robot con voz metálica le dice: “Tranquilo”
Jones: “¿Quién eres?”
El robot se quita la careta y le dice: “Alguien que te quiere”
Las 4 aventuras de Indiana han sido un sueño de Han Solo durante su congelación en carbonita en el palacio de Jabba el Hutt.

Rebautizando a los mitos

Hace un par de semanas un compañero del trabajo me preguntó si Indiana Jones no había sucumbido, como uno más, a la moda de algunos países (incivilizados, aunque eso lo añado yo) de alterar no sólo los títulos de las películas, sino incluso los nombres de sus personajes. Yo, en mi bendita ignorancia, le dije que no, porque George Lucas nunca permitiría una tropelía semejante. Pero me equivoqué. Sí que hay un pueblo lo suficientemente osado (y extraño, por qué no decirlo) como para cambiarle el nombre a un mito global como Indiana Jones para convertirlo en Indijana Dzouns, y no es otro que el serbio (a lo mejor se pronuncia igual, pero no es lo mismo, aunque a ver quién les dice algo).

El dato lo he conocido (y confirmado después vía IMDB) gracias a Berto, que hace poco ha disfrutado de una semanita en tierras serbias siguiendo los pasos de Rodolfo Chiquilicuatre rumbo a su meritorio décimosexto puesto en el Festival de Eurovisión. Como tengo casi tan poca vergüenza como él, le he expropiado la prueba del delito, a la que, por supuesto, dejo su marca de agua y que complemento con el adecuado enlace a la fuente víctima del expolio. Gracias, Berto. (De paso enlazo también un pequeño homenaje que le hicimos por aquí, por si le apetece echarle un ojo mientras llama a sus abogados).

Aventuras en el baño

Lo de arriba es la decoración de las puertas de los aseos del cine en el que vimos el jueves por tercera vez Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, algo que deja de ser simpático en el momento en que te das cuenta de que esa tontería de poner pegatinas en las puertas de los baños se le ha ocurrido a alguien que hasta cobrará (una pasta, probablemente) por ello.

Han pasado diez días del estreno y la cosa sigue calentita, con gente encendida a favor y en contra de la cuarta entrega de la saga mientras siguen engordando la recaudación de la película (creo que hace ya unos días que lograron los famosos 400 millones que permiten a Spielberg, Lucas y Ford comenzar a cobrar su porcentaje sobre la taquilla). Tal es la disparidad de opiniones que ni los críticos que trabajan en el mismo sitio se ponen de acuerdo. Es el caso, por ejemplo, de Blog de cine, donde cada uno de sus autores ha hecho su propia crítica, desde el entusiasmo a la decepción más feroz, pasando, también, por textos más comedidos, unos a favor, otros en contra y otros con un hermoso punto de nostalgia. Ya dije lo que me parecía El reino de la calavera de cristal, y después de verla por tercera vez sigo pensando lo mismo, así que si buscáis otro punto de vista podéis leer los artículos que enlazo y también sus decenas de comentarios plagados de descontento (hay bastantes que están satisfechos, pero creo que los otros ganan).

La excusa para volver a verla fue disfrutarla en versión original, aprovechando que la proyecta el único cine en versión original de Sevilla, un local vetusto y que desde fuera parece a un paso del derrumbe pero que curiosamente tiene unas salas recién remodeladas (hacía tiempo que no iba, así que no sé cuándo cambiaron las butacas, pero yo diría que no hace mucho).

El visionado (mira que es fea esta palabra) me permitió (aparte de disfrutar de la voz de Ford, que no es poco, y del acentazo foráneo de la Blanchett) pillar guiños que se me habían pasado por alto por culpa del doblaje, comprobar que la traducción la hicieron una sola vez y que la aprovecharon para doblarla y subtitularla (con todo lo que ello implica), que rara vez se respetan los diálogos (por mucho que el sentido sea similar) y que la secuencia de las arenas movedizas pierde bastante gracia doblada porque Indy no sólo explica qué es eso en lo que están a punto de sumergirse, sino que lo hace con el soporífero tono académico que emplea en sus clases en el Marshall College. Otro de los detalles, aunque este es totalmente personal y sólo para iniciados, fue que el doctor Jones, en su idioma natal, seguía llamando conquistador a Francisco de Orellana, lo que agradecí, porque mis amigos y yo llamamos con la traducción inglesa de ese término a un tipo que no nos cae nada bien y no me apetecía escuchar esa palabra de labios de Indy.

Indy ha vuelto

[AVISO: Este texto contiene abundantes ‘espoilers’ sobre ‘Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal’. Si aún no la has visto (más te vale que tengas una buena excusa), espera a verla antes de leer esto]

Antes de entrar en materia, quisiera hacer una aclaración. Lo que sigue a continuación es mi opinión de la película, con la que podéis o no estar de acuerdo pero, al igual que yo respeto las opiniones de los demás, pido que se respete también la mía. No pretendo convencer a nadie de nada, y no quiero que nadie intente convencerme a mí. Aunque me gusta leer comentarios favorables sobre aquello que me ha gustado (como la de Carlos Boyero o la de Carlos Colón, por mencionar las que tengo a mano), ni busco reafirmación ni me van a hacer cambiar de opinión unos señores que, al igual que yo, basan sus críticas, artículos o comentarios en la respuesta a una simple pregunta: ¿me ha gustado? Una vez aclarado que no voy a aguantar tonterías del tipo «no eres objetiva» (nadie lo es; somos personas y las personas no son objetivas) o «tú qué vas a decir», vamos al lío. Los espoilers, después de la foto.

Lejos de sentir el espíritu festivo, lúdico y dicharachero de quien va a reencontrarse mucho tiempo después con un viejo amigo, yo fui al cine con miedo. Por mucho que haya dicho, pensado o escrito que había que confiar en ellos, estaba casi segura de que George Lucas y Steven Spielberg (y, en los momentos más críticos, también Harrison Ford) la iban a cagar, así de simple, que me iban a destrozar un mito de la infancia y que ya nunca más podría decir en público que era fan de Indiana Jones (ni siquiera un tibio «me gusta») porque a partir de esta película mi arqueólogo iba a dejar de ser un icono para convertirse en objeto de mofa de grandes y pequeños. Y con todo eso en la cabeza (y puede que alguna cosa más) me metí en el cine para ver, por primera vez (ya expliqué las vicisitudes que me llevaron a duplicar la dosis inicialmente prevista), Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.

No sé con certeza en qué momento desapareció el miedo, pero lo hizo. El recelo, sin embargo, me acompañó durante un buen rato (la pifia podía aparecer en cualquier recodo), hasta que definitivamente tuve la seguridad de que aquello que veía era realmente una película de Indiana Jones. (De hecho, fue en el segundo pase, libre ya de todo temor, cuando disfruté de verdad).

Hay quien se queja de falta de originalidad, pero El reino de la calavera de cristal ofrece, a mi entender, justo lo que promete: traer a Indy de vuelta. Y ya sabemos lo que eso significa: que va a correr, a saltar, a dar latigazos, a caerse (muchas veces), que le van a dar de lo lindo y que al final, nadie sabe cómo, va a conseguir aquello que busca. Hay malos muy malos (gran Cate Blanchett), compañeros fieles (como el militar -Alan Dale, el Charles Widmore de Perdidos– que explica la honorable carrera militar y espía del coronel Jones) y otros no tanto, y una chica, en este caso su chica, Marion, que vuelve a escena como si el tiempo no hubiese pasado tampoco para ella (aparte de alguna que otra arruga).

Ya he dicho en alguna ocasión que las aventuras del arqueólogo siguen un esquema que a veces puede sufrir pequeñas modificaciones, pero que es siempre el mismo. Y en esta ocasión no ha sido diferente. La fórmula Indy arranca, una vez más, desde el mismo inicio de la película (con el logo de Paramount reflejado en el paisaje) y una secuencia en apariencia superflua pero que permite contextualizar en unos minutos la acción que nos van a contar. La elegancia sigue en la ejecución de los soldados norteamericanos (aunque parezca contradictorio) y, por supuesto, en la presentación del héroe, cuya figura vemos sacar del maletero del coche y arrojar al suelo y cuyo rostro veremos (antes, una vez más, su sombra) sólo cuando se haya vuelto a poner su sombrero.

La temprana aparición de los malos de la función da una pista de que apenas tendremos un respiro. El doctor Jones sólo puede detenerse a tomar aliento en la secuencia con Jim Broadbent, en su encuentro con Shia LaBeouf (persecución en moto aparte) y en sus breves momentos con Marion, aunque en esos tampoco está demasiado tranquilo. La parte del Marshall College, que prueba que hace ya mucho que Junior dejó de ponderar las virtudes de la investigación en la biblioteca en favor del trabajo de campo, sirve para homenajear de modo muy distinto a dos figuras importantes en la saga: una foto en su casa, un retrato en uno de los pasillos de la Universidad y hasta una estatua recuerdan la memoria del fallecido Denholm Elliot (Marcus Brody), unos honores que no comparte el padre del héroe, desaparecido también en la ficción, tal vez para cerrar cualquier posibilidad de que vuelva en una posible continuación Sean Connery (recordemos que rechazó participar en este filme porque se había retirado, aunque meses después llamó a los productores de James Bond para ofrecerse a aparecer en la próxima).

Estos momentos de respiro sirven de transición entre los grandes tramos de acción que articulan la historia: el inicio en el almacén donde guardan el Arca (por si alguien no se acordaba de que era ahí donde la metían está John Williams para recordarlo), con explosión nuclear incluida (a la que Indy sobrevive metido en un frigorífico, algo muy criticado por los adalides del realismo); la ya mencionada persecución en moto con Mutt Williams (Shia LaBeouf); el cementerio donde reposan los restos del conquistador Orellana (puro Indy, con esos pasadizos secretos, palancas escondidas, bichos y hasta siniestros guardianes); y el largo y trepidante tramo final, en el que simplemente hay de todo.

En realidad es así como podría resumirse este cuarto Indiana Jones: hay de todo, todo lo que se supone debe estar: bichos, serpientes, traidores, peligros mortales que se suceden, un sombrero que insiste en alejarse del héroe, látigo, persecuciones imposibles, saltos por precipicios, cataratas, sinuosos senderos llenos de telarañas, acertijos, carreras, trampas y hasta extraterrestres (algo también muy criticado porque las naves espaciales son poco verosímiles; supongo que también lo son los espíritus que surgen del Arca, que un sacerdote pueda arrancarle el corazón a una persona sin matarla o que en alguna parte haya un caballero de las Cruzadas vivito y coleando que se mantiene a base de agua).

Ya decía más arriba que el doctor Jones está muy bien acompañado, a uno y otro lado. Aunque se echa en falta más presencia de personajes como los de Broadbent, John Hurt y Ray Winstone, Cate Blanchett y Shia LaBeouf suplen con creces este demérito. La primera es la coronel Spalko, el ojo derecho de Stalin, como la llaman en alguna ocasión, una agente soviética experta en parapsicología y en técnicas de control mental que busca la calavera de cristal para que su líder pueda doblegar las mentes y las almas de los seres humanos de todo el planeta. El segundo es un joven chulesco e impetuoso que ama su moto y está obsesionado con mantener su peinado perfecto (algo imposible si vas de viaje con Indy). Mutt acude al protagonista en busca de ayuda para rescatar a su madre (Marion, aunque eso lo sabremos más adelante) y a su amigo, el profesor Oaxley (Hurt). Va en busca de un aventurero y sólo encuentra a un veterano profesor, aunque no tardará mucho en descubrir que Jones sólo es profesor «a tiempo parcial».

Aparte de las secuencias de acción y de todo lo relacionado con la búsqueda de la dichosa calavera (empezando, claro, por otro clásico: el héroe explicando qué es), los otros grandes momentos de la película son de Marion, tan respondona, belicosa y resuelta como siempre, la única a la altura de Indy, y la única capaz de ponerle nervioso y hacerle titubear cuando se encuentran. El otro día una amiga me contaba cómo su encuentro con Indiana Jones eliminó de un plumazo todos los príncipes azules (de ficción) que hasta entonces habían ocupado su corazón. Ella, decía, quería ser Marion. Que llegase, se tomase una copa y luego desapareciese. No le importaba. El reino de la calavera de cristal va un paso más allá. Después de dejarla una semana antes de la boda, embarazada (eso él no lo sabía) y desaparecer durante casi 20 años, él le confiesa que no ha perdido el tiempo: «He estado con varias mujeres, pero todas tenían el mismo problema». «¿Cuál?», pregunta ella. Y él responde con cuatro palabras que desarmarían a cualquiera y que, claro, desarman también a Marion: «Que no eran tú».

Las principales críticas a la película, aparte de la falta de originalidad y la poca verosimilitud de algunos fragmentos (también por la aparición de la nave espacial del final) se refieren al macguffin, a las calaveras de cristal (y todo lo que conllevan). Dicen que es poco interesante, que requiere demasiadas explicaciones, en definitiva, que no funciona. Tal vez esos críticos olvidan que, al igual que el verdadero macguffin de La última Cruzada no era el Grial, sino Henry Jones Sr., aquí el auténtico macguffin no es otro que su hijo, Indiana Jones.

Y funciona, vaya si funciona. Harrison Ford está portentoso, magnífico, inigualable una vez más en el papel de su vida. Nadie sabe interpretar como él a Indiana Jones, porque él, como no me canso de repetir (ni los padres de la criatura, Lucas y Spielberg), es Indiana Jones. Puede que otros actores lo hubiesen hecho mejor (o peor), pero sin duda sería diferente, porque el Indy al que conocemos y amamos lleva el rostro de Harrison Ford.

Han pasado 20 años, sí, pero aparte de unas cuantas arrugas, no es en su físico donde se nota (está más que en forma, tanto que mi futuro cónyuge declaró que le encantaría estar así a su edad; le dije que yo quiero que esté así ahora), sino en su mirada. Ha perfeccionado tanto la sonrisa del héroe de vuelta ya de todo (y sus expresiones de desconcierto) que uno piensa que durante los últimos 19 años, aparte de bastantes pelis malas, no ha hecho otra cosa que ensayar ante el espejo por si algún día tenía que volver a coger el látigo.

Tal vez la saga continúe con Henry Jones III, pero el sombrero y el látigo son de su padre (él se encarga de dejarlo claro en la secuencia nupcial final). Lo que venga no será Indiana Jones, sino otra cosa. El reino de la calavera de cristal es la última aventura de Indy y nadie debería perderse su despedida.

Un día con Junior

(Iba a ser sólo una tarde, pero nunca salen las cosas como uno lo planea).

Era un día importante (no, no hablo de San Eustaquio, para eso aún queda mucho), clave, crucial, el del reencuentro con Indiana Jones, un héroe, un mito, un icono al que venero desde pequeña (bueno, desde que era más pequeña que ahora, porque como dice mi futuro cónyuge, yo nunca he sido pequeña). Durante varios (bastantes) días he sido presa de una ansiedad que yo achacaba a motivos laborales (relacionados también con el arqueólogo, como el especial o los reportajes que ya comenté, todo ello hecho en mi escaso tiempo libre) pero que seguían ahí una vez aliviada del ajetreo profesional, por lo que el culpable de tanto nervio no era otro que el doctor Jones.

Pese a toda esta angustia, anoche al fin estaba más calmada, al menos dentro de lo que cabe, y lo estuve hasta que mi futuro cónyuge trazó nuestro plan para el día de hoy: estar en el cine antes de las doce de la mañana. Me parecía algo exagerado, teniendo en cuenta que teníamos entradas para las cinco de la tarde, y entonces él me espetó que debería haber sido yo quien propusiese tan, a priori, descabellado plan, porque nunca se sabe qué puede pasar (un pequeño inciso: aunque a los dos nos gusta tanto Indy como Star Wars, a él le tiran más los sables láser y a mí los látigos, uno en concreto). Y claro, me volví a poner histérica.

Esta mañana nos hemos levantado pronto (anoche llegamos del trabajo después de la una de la mañana, así que no hemos dormido mucho) y hemos llegado al cine poco después de las once y media. Antes de entrar en el parking del centro comercial, mi acompañante ha apuntado: «Sube gente para el cine». Y yo he respondido, tan tranquila: «Hoy es fiesta en Sevilla, así que habrá sesión matinal». En la última sílaba me he dado cuenta de la tragedia. Pese a que la compra por Internet y la chica que nos vendió las entradas en la taquilla el 1 de mayo indicaban que la de las cinco (para la que teníamos localidades) era la primera sesión, era más que probable que hubiese un pase matinal.

Podría decir lo vertiginosos que fueron mi entrada en el parking, mi aparcamiento y la subida de las tres plantas que separan la zona de estacionamiento de los cines, pero os lo podéis imaginar. Hemos subido, hemos comprado las entradas y nos hemos metido en la sala a velocidad de vértigo. A pesar de que no estaban numeradas, nos hemos sentado donde solemos hacerlo y hasta nos ha dado tiempo a ir al baño antes de que las luces se apagasen y saliese en pantalla (después de un anuncio inenarrablemente cursi, ñoño y horrible sobre un sitio en la quinta puñeta para celebrar bodas) el logotipo de Lucasfilm.

Mañana haré una reseña completa de la película, pero os adelanto que no sólo no me he cortado las venas ni he pillado un avión para suicidar a Lucas y Spielberg (a Harrison Ford no, porque se me ocurren otras cosas mejores que hacer con él), sino que la hemos vuelto a ver a las cinco (y no porque ya tuviésemos las entradas compradas) y nos queda alguna vez más (en versión original; las dos de hoy, una digital y otra normal, han sido dobladas).

Y termino ya por hoy con un encendido reproche a Nervión Plaza (el cine en cuestión), que al parecer no entiende el concepto primer pase, porque si había sesiones a las doce (cuatro o cinco salas), a las cuatro, cuatro y cuarto y cuatro y media, está claro que la de las cinco no era ni de lejos la primera, algo que expresamente pedí en la taquilla cuando compré las puñeteras entradas hace tres semanas. Mal, muy mal.