Lecturas de 2014

Lecturas 2014

2014 fue un año bastante pobre en lecturas, con menos de la mitad de libros leídos de lo normal en mí, pero aun así me apetecía dejar por aquí la lista de lo que leí el año pasado, junto con algún breve comentario, por si le sirve a alguien de utilidad. La lista incluye alguna relectura (El Hobbit, Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer) y autores repetidos, como Stephen King, Julian Barnes y, sobre todo, Neil Gaiman. Lo de este último se explica por mi tendencia a leer en serie las obras de los autores que acabo de conocer (y me gustan, claro). Al señor Gaiman lo descubrí el año pasado con American Gods, y después de esa novela cayeron unas cuantas más.

Seguir leyendo «Lecturas de 2014»

La televisión del futuro

David Foster Wallace

Foto: Steve Rhodes

En 1993, David Foster Wallace escribió para The Review of Contemporary Fiction un artículo titulado «Et Pluribus Unam: Television and U.S. Fiction» incluido en 1997 en el volumen Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (editado en español por Mondadori en 2001). En dicho artículo, Wallace analiza cómo había influido hasta entonces el consumo masivo de televisión en una población que, de media, pasaba seis horas al día delante de la pequeña pantalla. A lo largo de sus 70 páginas, el escritor habla de la soledad a la que se ven abocados los individuos que se lanzan en los brazos de la tele para, precisamente, huir de esa soledad, de cómo la exposición permanente a la televisión está (o estaba entonces) incluso alterando la forma en que los escritores narraban sus historias y en cómo la televisión, lejos de ser una caja tonta, demostró ser capaz de neutralizar las críticas (de alienación e idiotización de sus espectadores) interiorizando todos los pecados de los que los sesudos (y enfadados) analistas la acusaban y convirtiéndolos no sé si en virtudes, pero sí en rasgos definitorios a salvo de cualquier censura.

¿Se entiende algo de lo que he escrito más arriba? Intentar sintetizar en un párrafo un artículo de David Foster Wallace es imposible, y no voy a seguir por esa línea. Por lo que traigo aquí este artículo es porque, releyendo el libro, me he topado con una curiosa descripción de lo que entonces se consideraba que sería la televisión del futuro. En el artículo, Wallace cita a George Gilder, un tecnoutópico y activista del Partido Republicano (por lo visto ambas cosas son compatibles) que en 1990 escribió un libro titulado Life after Television: The Coming Transformation of Media and American Life, el que desarrollaba, entre otras ideas, su concepto de la televisión del futuro, lo que él llamaba el «teleordenador». Lo que sigue es parte del comentario (es mucho más largo y también muy divertido) que Wallace hace de la obra de Gider. La cita corresponde a la edición de 2001 de Mondadori. Las citas dentro de la cita, las toma Wallace del libro de Gilder. Así veía este hombre en 1990 cómo sería, o al menos debería ser, la tele del futuro (las negritas son mías):

[Según Gilder,] …el transporte de imágenes mediante fibra de vidrio en lugar de por el espectro electromagnético permitirá que los televisores se conecten entre sí en una especie de red interactiva en lugar de alimentarse todos pasivamente de la ubre transmisora de un emisor único. Y las transmisiones por fibra óptica presentan la ventaja adicional de que conducen caracteres de información digital. Dado que, tal como explica Gilder, «las señales digitales tienen la ventaja sobre las analógicas de que pueden ser almacenadas y manipuladas sin deterioro» y asimismo resultan tan nítidas y carentes de interferencias como los discos compactos, permiten al televisor equipado con microchips (y por tanto al espectador) disfrutar de gran parte de las decisiones acerca de la selección, la manipulación y la recombinación de las imágenes de vídeo que hoy día están restringidas al director. (…) «El teleordenador [es] un ordenador personal adaptado al procesamiento de vídeo y conectado mediante cables de fibra óptica a otros teleordenadores de todo el mundo». El teleordenador conectado con fibra óptica «deshará para siempre el cuello de botella de la emisión» que determina la estructura televisiva de diseminación de imágenes de Uno Para Muchos. (…) En el nuevo milenio, la televisión americana se volverá por fin ideal y republicanamente democrática: igualitaria, interactiva y «provechosa» sin ser «injusta». (…) «Con una buena programación de los teleordenadores, uno puede pasar el día interactuando en la pantalla con Henry Kissinger, Kim Basinger o Billy Graham.» Unas interacciones bastante siniestras, todo sea dicho, pero en Gilderlandia, a cada cual lo suyo:

Las celebridades podrán producir y vender su propio software. Uno podrá ver la Super Bowl desde cualquier punto del estadio que elija, o bien elevarse sobre la canasta con Michael Jordan. Visitar a la familia de uno desde la otra punta del mundo con imágenes en movimiento apenas distintas de las imágenes de la vida real. Dar una fiesta de cumpleaños para la abuela en su asilo de Florida, llevando a sus descendientes de todo el país hasta el pie de su cama a pleno color.

Y no solamente cálidas imágenes bidimensionales de la familia: cualquier experiencia será transferible a imágenes y vendible, manipulable, consumible. La gente será capaz de

ver paisajes cómodamente desde su sala de estar en pantallas de alta resolución, visitar países del Tercer Mundo sin tener que preocuparse por tarifas aéreas o cambio de moneda … se podrá volar en avión sobre los Alpes o escalar el Everest: todo en una pantalla de alta resolución.

En breve, seremos capaces de diseñar nuestros sueños. Resumiendo, un especialista conservador en tecnología ofrece una forma realmente atractiva de contemplar la pasividad de los consumidores, la institucionalización televisiva de la ironía, el narcisismo, el nihilismo, el estatismo, la soledad. ¡No es culpa nuestra! ¡Es culpa de una tecnología pasada de moda! Si la divulgación de la señal televisiva estuviera actualizada, le resultaría imposible «institucionalizar» nada mediante su diabólica «psicología de masas». ¡En cuanto toda la experiencia se reduzca a imágenes vendibles, en cuanto el receptor usuario de receptores de fácil manejo pueda soltarse de la cordada y elegir libremente, americanamente, de entre una variedad americanamente infinita de imágenes en movimiento apenas distintas de las imágenes de la vida real, y luego pueda elegir además cómo quiere almacenar, modificar, manipular, recombinar y presentar esas imágenes para sí mismo en la intimidad de su hogar y de su cabeza, entonces se romperá la presa irónica y totalitaria de la tele sobre la energía psíquica americana! Fíjense en que la visión semiconducida que tiene Gilder de un futuro de la imagen libre y ordenado es mucho más optimista que la antigua visión que tenía el posmodernismo de las imágenes y los datos. Las novelas de Pynchon y DeLillo derivan metafóricamente del concepto de interferencia: cuantas más conexiones, más caos y más difícil resulta elegir algún significado en el mar de señales. Gilder diría que su pesimismo está pasado de moda y sus metáforas infectadas con las deficiencias del transistor.

¿Qué? ¿Se parece en algo a lo que tenemos ahora, casi 25 años después? Sí, tenemos teles conectadas, con las que podemos disfrutar de cosas que hemos grabado y una infinidad de contenidos adicionales que buscamos por internet para construir nuestra propia programación. Tenemos videollamadas, Skype y Hangouts que nos permiten hablar con amigos, familiares y hasta con personajes conocidos. Pero esas imágenes no son «apenas distintas de las imágenes de la vida real», como tampoco las de los documentales de viajes con cámaras en primera persona para tener la experiencia de haber estado en uno u otro sitio y haber hecho esto o aquello. Y tampoco el 3D da esa sensación de inmersión total que anunciaba este experto hace 25 años. ¿Llegará algo parecido en los próximos años? No tengo mucho de futuróloga, así que no me atrevo a predecirlo. Eso sí, me apuntaría a lo de interactuar con personajes conocidos, con imágenes indistinguibles de las de la vida real. No con los que Gilder propone, claro. Tengo mi propia lista de intereses…

Tipología de jefes

Hay personas que no tienen ningún interés en ser jefe. No quieren decirle a nadie lo que tiene que hacer, ni responsabilizarse por el trabajo de otros ni, en general, tener que aguantar a nadie. Quieren llegar, hacer su trabajo y marcharse al terminar. Y que les dejen tranquilos.

Hay otras personas que sí quieren ser jefes. Entre éstas, suelo distinguir dos tipos principales: las personas que tienen una idea de cómo creen que deberían hacerse las cosas y quieren alcanzar un puesto de poder para hacer realidad esa visión y las que quieren, sin más, ser Jefes (sí, con mayúscula). Los Jefes no suelen tener visión alguna, más allá de cómo quieren que sea su propia vida: con mejor posición, mejor sueldo, mejores y más relajados horarios, menor carga de trabajo y, sobre todo, con poder para decirles a los demás qué es lo que tienen que hacer y qué no. Porque a éstos sí les gusta mandar.

Ya dije en el artículo anterior que de El rey pálido se podían extraer unas cuantas citas relacionadas con el mundo laboral. Hoy rescato una sobre los jefes, sobre los distintos tipos de jefes, entre ellos los que actúan como se supone que deben hacerlo los que mandan o los que podríamos llamar jefes-colegas. A estos dos los englobaría en el grupo de los Jefes del que hablaba más arriba. Pero David Foster Wallace habla además de los buenos administradores, que también los hay:

Para entonces yo ya llevaba bastante tiempo en la Agencia para entender que aquella era una cualidad que tenían los buenos administradores, el hecho de caer bien. No actuar de manera que cayeran bien, sino ser de esa manera. Nadie tenía nunca la sensación de que el señor Glendenning estuviera actuando, tal como hacen los administradores con menos talento, aunque sea actuando para sí mismos, por ejemplo actuando como tiranos porque en algún lugar de su interior tienen una imagen de que un buen administrador es un tipo duro y por tanto ellos intentan contorsionar sus personalidades para hacerlas encajar en esa imagen. O bien esos otros tipos afables del estilo «mi puerta siempre está abierta» que creen que un buen administrador tiene que ser amigo de todos y por esa razón se muestran muy abiertos y amigables aun cuando las responsabilidades de su cargo requieren que impongan disciplina entre la gente o que recorten presupuestos o que rechacen peticiones o que reasignen a gente a Examen o que hagan toda una serie de cosas que no son para nada amigables. Este tipo de administrador se ponía a sí mismo en una posición terrible, porque cada vez que tenía que hacer algo por el bien de la Agencia que fuera a doler o a cabrear a algún empleado, esa acción acarreaba la carga emocional adicional que sufre un amigo cuando jode a otro amigo, y a menudo el administrador se sentía tan incómodo por aquello y por sus lealtades divididas que para poder hacerlo tenía que enfadarse personalmente —o bien hacerse el enfadado— con el empleado, lo cual provocaba que el asunto se volviera personal de una forma inapropiada y se sumaba al dolor y al resentimiento del empleado jodido, y con el paso del tiempo esto socavaba por completo la autoridad del administrador, y muy pronto todo el mundo lo consideraba un falso y alguien que te apuñalaba por la espalda, que fingía ser amigo y colega tuyo pero que en realidad estaba dispuesto a joderte siempre que le apeteciera. Resulta interesante que estos dos estilos de administrador falso —el tirano y el falso amigo— sean también los dos estereotipos principales que usan los libros y las series de televisión y las viñetas cómicas para presentar a los administradores. Uno sospecha, de hecho, que la imagen mental que erige dentro de sí mismo el administrador inseguro se basa en parte en estos estereotipos de la cultura popular.

En otras palabras, el señor Glendenning podía escucharte porque no sufría esa creencia insegura de que escucharte y tomarte en serio era algo que lo vinculaba de ninguna manera, mientras que alguien esclavo de la imagen del tirano te trataría como a un ser indigno de su atención, y alguien esclavo de la imagen del colega sentiría que o bien estaba obligado a aceptar tu sugerencia para evitar ofenderte o bien tenía que darte una explicación exhaustiva de por qué tu sugerencia no se podía implantar o tal vez incluso entrar en alguna clase de debate sobre la misma, a fin de evitar ofenderte o quebrantar la idea de que él era de esos administradores que nunca tratarían la sugerencia de un subordinado como algo indigno de ser considerado en serio; o bien tendría que enfadarse a fin de anestesiar su incomodidad por no aceptar de buen grado la sugerencia que le había hecho alguien que él se sentía obligado a ver como un amigo y como un igual en todos los sentidos.

Seguro que os resulta familiar más de un detalle, como también esa necesidad que tienen los Jefes de, entre café y café, reunión y reunión y escaqueo y escaqueo, marcar territorio. Puede ser con un reproche (o bronca) absurdo (e incluso desproporcionado) o con una idea también absurda que a él le parece digna de un Premio Nobel.

Por supuesto, salvo que uno quiera también ser Jefe (en cuyo caso deberá aplaudir con entusiasmo la estupidez) o que lo despidan, debe guardarse su opinión sobre la ocurrencia. Y eso no siempre es fácil. En casos extremos a mí me reconforta acordarme de esta secuencia de Sherlock. Puede que a vosotros también os ayude:

El aburrimiento en el trabajo

Con la crisis (aka «la que está cayendo»), los seis millones de parados (enhorabuena a los 31 que encontraron trabajo en agosto) y el mal rollo económico-social general se empiezan a extender peligrosamente estupideces como que «trabajar es un lujo» o que «hay que dar gracias por tener trabajo», pero, con todos los derechos que nos han quitado ya y todos los que han sido salvajemente recortados, no podemos permitir que nos mutilen uno fundamental: el derecho a quejarnos de nuestro trabajo.

Quien dice trabajo dice también sueldo, condiciones laborales en general, jefes y otros idiotas que tengamos que aguantar, el sitio físico en el que desarrollamos nuestra labor y hasta el trayecto hasta llegar a él. Todo es susceptible de reproche y de todo debemos quejarnos sin dudarlo. Es saludable, mental y físicamente.

Estos días muchos estaréis, además, padeciendo eso que los cursis llaman síndrome posvacacional. No es ningún síndrome, ni ninguna enfermedad, sino un estado de lucidez mental en el que somos plenamente conscientes de toda la basura que tenemos que aguantar a diario en nuestro trabajo. Y, claro, duele. Con el paso de las semanas y los meses, iremos sepultando todo ese mosqueo bajo un hastío soterrado (a veces; en otras se nos notará lo hasta las narices que estamos) hasta que llegue el próximo periodo vacacional. No estaremos mejor, pero sí más resignados.

Además de todos los males laborales de los que hablaba más arriba, es posible que algunos os enfrentéis a uno mucho más difícil de combatir: el aburrimiento. Ése es uno de los temas que vertebran la novela póstuma de David Foster Wallace, El rey pálido, de cuyas páginas se pueden sacar muchas citas sobre el aburrimiento en el trabajo, los jefes y otros muchos elementos relacionados con el mundo laboral en los que es en ocasiones fácil reconocerse. Ésta es una de las cosas que dice uno de los personajes de la novela sobre el aburrimiento:

Lo aprendí con solamente veintiún o veintidós años, en el Centro Regional de Examen de la Agencia Tributaria de Peoria, donde me pasé dos veranos trabajando como chico del carrito. Y aquello, de acuerdo con los tipos que me consideraron apto para hacer carrera en la Agencia, me puso por encima de la media, el hecho de entender aquella verdad a una edad en que la mayoría de gente solamente está empezando a sospechar los principios básicos de la vida adulta: el hecho de que la vida no te debe nada; de que el sufrimiento adopta muchas formas; de que nadie te cuidará jamás como lo hacía tu madre; de que el corazón humano está chiflado.

Aprendí que el mundo de los hombres tal como existe hoy día es una burocracia. Se trata de una verdad obvia, por supuesto, aunque también es una verdad que causa enorme sufrimiento a quienes no la conocen.

Pero lo que es más importante, descubrí —de la única manera en que un hombre aprende realmente las cosas importantes— el verdadero talento que se requiere para triunfar en una burocracia. Me refiero a triunfar de verdad: a que te vaya bien, a marcar la diferencia, a servir. Descubrí la clave. La clave no es la eficiencia, ni la probidad, ni la reflexión, ni la sabiduría. No es la astucia política, el don de gentes, el cociente intelectual puro y duro, la lealtad, la amplitud de miras ni ninguna de esas cualidades que el mundo burocrático llama virtudes y que busca con sus test. La clave es cierta capacidad que subyace a todas estas cualidades, más o menos igual que la capacidad de respirar y bombear la sangre subyace a todos los pensamientos y acciones.

La clave burocrática subyacente es la capacidad para soportar el aburrimiento. Para operar con eficiencia en un entorno que descarta todo lo que es vital y humano. Para respirar, por así decirlo, sin aire.

La clave es la capacidad, ya sea innata o condicionada, para encontrar el otro lado del trabajo de a pie, de lo nimio, de lo que no tiene sentido, de lo repetitivo y de lo absurdamente complejo. Para ser, en pocas palabras, inmune al aburrimiento. Y en los años 1984 y 1985 yo conocí a dos hombres que lo eran.

Es la clave de la vida moderna. Si eres inmune al aburrimiento no hay literalmente nada que no puedas conseguir.

La pena es que no explica cómo hacerse inmune al aburrimiento. Igual estaba en alguna de las notas que su editor descartó cuando compuso el puzle que es El rey pálido, o a lo mejor David Foster Wallace no llegó a escribirlo. Puede que él tampoco lo supiera.

Lo bueno del síndrome posvacacional es que pasa en unas semanas. Lo malo es que, si odiamos nuestro trabajo, nuestro sueldo, no aguantamos a nuestros jefes ni a los idiotas que tenemos que ver a diario o no soportamos la mera idea de ir hasta nuestro lugar de trabajo, todo eso seguirá ahí cuando el síndrome posvacacional se haya ido. Ánimo.

Libros vs ebooks: ‘La broma infinita’

Me gustan los libros. No sólo leerlos, sino también comprarlos. Desde pequeña, no hay una sola librería, centro comercial o puesto playero (los había a patadas donde pasábamos los veranos) donde no me haya parado a curiosear y probablemente a comprar, y todavía ahora, cuando viajo, suelo pasar mucho tiempo en librerías y bibliotecas, como hice en Nueva York, y casi siempre traigo unos cuantos libros nuevos conmigo, como ocurrió el año pasado en California.

Y como es de imaginar, tengo muchos libros, desde coleccionables a volúmenes del siglo XVII, pasando por ediciones de saldo, libros de segunda mano, ediciones especiales ilustradas, tochos inmanejables y, claro, también muchos normales.

Pero en los últimos años mis compras han disminuido, fruto de una combinación de factores económicos y espaciales. No ha sido una decisión consciente, simplemente ha ocurrido. Cada vez tengo menos sitio en casa y las obligaciones cotidianas, a las que se une la abultada cantidad económica que cada año dono a la editorial UNED, hacen que mis compras de libros sean cada vez más selectivas, reduciéndose en muchas ocasiones a volúmenes que realmente quiero tener.

Y luego está el factor ebook.

Hace unos años, si querías leer cualquier libro del que sabías que jamás volverías a acordarte una vez terminado sólo tenías dos opciones: comprarlo o ir a buscarlo a una biblioteca (opción que no he practicado demasiado porque en la de la ciudad en la que vivía casi nunca tenían lo que buscaba). Ahora, bastan un par de clics (y puede que algún paso por Calibre), y sin tener que desplazarte, para tenerlo.

Siempre seré una gran defensora de los libros físicos, pero eso no es óbice para que reconozca que los ebooks ofrecen ventajas (como el espacio que requiere su almacenamiento o lo cómodo que es transportar un dispositivo con todo lo que tienes frente a pesadas -y en mi caso abundantes- cajas) contra las que el libro físico no puede competir.

En ciertas ocasiones, además, la ventaja del ebook frente al libro ni siquiera tiene que ver con esos aspectos secundarios, sino con la principal función para la que está concebida una obra escrita: su lectura.

El mejor ejemplo que se me ocurre para demostrar que a veces (muchas veces, de hecho) es mucho más cómodo leer un ebook que un libro es La broma infinita.
La broma infinita / Infinite Jest
Aunque su obra de debut fue una novela, The broom of the system (no editada en español), y tras su muerte se ha publicado El rey pálido, otra que dejó a medias, La broma infinita es la gran novela de David Foster Wallace, su forma de demostrar que era algo más que un escritor de relatos y ensayos (eso le achacaban sus críticos, como si sus relatos y sus ensayos no fuesen piezas maestras; para algunos si no escribes tochos no eres nadie) y de paso su contribución a esa búsqueda en pos de la gran novela americana que casi todos los grandes escritores de EEUU han emprendido, con mayor o menor fortuna.

Si alguien espera un sesudo análisis sobre la novela, siento decepcionarlo. No me la he leído. Lo he intentado en dos ocasiones y en ninguna de ellas he logrado pasar de la página 200. ¿Por qué? Porque leerla es una tortura. No intelectual, sino física.

La edición en español tiene unas mil doscientas páginas, lo que, si le sumamos su tapa dura, da como resultado un peso considerable. No soy muy buena con los pesos y medidas en general, pero sus dos kilillos no hay quien se los quite. Ya sé que no es el libro más largo ni más pesado que existe, algo que comprobaría unos años después con la Norton Anthology of English Literature (cualquiera de sus dos volúmenes), pero esta última la uso para estudiar, por lo que normalmente la apoyo en una mesa y no en mi regazo antes de dormir, ni tampoco tengo que ir meneándola de atrás adelante para leer sus tropecientas notas.

Porque ése es el principal problema de La broma infinita, las notas, que no están a pie de página, sino todas juntas al final, lo que hace que, como digo, haya que estar dándole la vuelta al libro cada dos por tres. Por si no estáis familiarizados con los libros electrónicos, especialmente con los epub, que es el formato que uso principalmente, si estás leyendo y te encuentras una nota, al pulsarla el lector te lleva directamente a la nota en cuestión, esté al pie o al final. Cuando la has leído, no tienes más que darle a otro botón para volver al punto exacto en el que estabas. Sí, todo con un dedo. Mucho más cómodo, ¿verdad?

La broma infinita lleva casi diez años en el mercado español (sí, sigue costando lo que entonces, 30 euros), y hasta hace unos días (este artículo lleva tanto tiempo en borradores que a Mondadori le ha dado tiempo de actualizar el catálogo…) no han aparecido ni la edición en bolsillo (el concepto bolsillo aplicado a tochos de este calibre siempre me ha hecho gracia) ni la electrónica, que tiene, además, un precio razonable. Diez euros que pagaré gustosa si no encuentro métodos alternativos, por mucho que ya tenga la novela. A ver si las editoriales terminan de ponerse las pilas, porque a muchos, aparte de comprar libros impresos, nos gusta leerlos, y de la manera más cómoda posible. Ayudénnos o tendremos que buscar a alguien que lo haga. Pero luego no lloriqueen. Han tenido su oportunidad.

Libros de California

Casi siempre que viajo a algún sitio traigo de vuelta unos cuantos libros, y el viaje a California no iba a ser una excepción. Suelen ser libros que me cuesta encontrar por aquí (aprovecho los viajes para buscarlos y, si no hay suerte, llamo a la puerta de Amazon), títulos en oferta y ediciones curiosas. Teniendo en cuenta que estuvimos bastante tiempo fuera y que ya veníamos muy cargados de equipaje, tuve que contenerme para no llenar una maleta (otra más) de libros, pero aun así me traje unos cuantos. Éstos:

Libros de California

Although of Course You End Up Becoming Yourself – A road trip with David Foster Wallace
Un libro de David Lipsky sobre, como indica su título, David Foster Wallace. Como encargo para la revista Rolling Stone (que nunca lo publicaría), Lipsky acompañó a Wallace durante cinco días de su tour de promoción de La broma infinita. En ese road trip hablaron de cine, de música, de la peculiar visión sobre la vida y las artes que el fallecido escritor tenía y, claro está, sobre literatura y escritura. Dicen las críticas que es una honesta y respetuosa aproximación al autor y que la inclusión de las entrevistas (o conversaciones) que mantuvieron uno y otro, sin editar, proporciona al lector una ocasión única de acercarse un poco al escritor. En el libro también se incluyen un par de artículos de Lipsky en los que habla del suicidio de Wallace y de cómo lo afrontaron algunos de sus allegados, como su hermana o Jonathan Franzen. Yo todavía no me he leído el libro. No he leído nada que tuviese que ver con David Foster Wallace desde que murió. Ayer hizo dos años.

The Prometeus Project
Este libro de Douglas E. Richards forma parte del botín de la Comic Con. Es la primera entrega de una serie.

Pride and prejudice
Hay mucha gente que critica las grandes cadenas de librerías, como Borders o Barnes & Noble (un buen ejemplo es la película Tienes un e-mail), pero hay mucho que aplaudirles, como el WiFi gratuito en muchas de sus tiendas o, en el caso de la segunda, sus ediciones críticas de clásicos a precios muy asequibles. Este volumen pertenece, al igual que el siguiente de mi lista, a la colección Barnes & Noble Classics. En esta casa (cuando digo «en esta casa» quiero decir yo, pero creo que queda mejor así) somos muy fans de Jane Austen, y de esta novela en particular (y de su adaptación televisiva, y de Colin Firth en general…), y además es una de las lecturas obligatorias para este nuevo curso (sí, sigo adelante con Filología Inglesa, aunque al pasar a los grados de Bolonia se convierte en algo así como Estudios Ingleses; no suena igual de bien). 

Great American Short Stories
De la misma colección de la que hablaba antes, este volumen incluye relatos desde Hawthorne hasta Hemingway, con ensayos introductorios y análisis (o sea, una edición crítica). Su compra fue inspirada por motivos bibliófilos y también académicos, como la del anterior.

A Heartbreaking Work of Staggering Genius
La primera novela de Dave Eggers, un estupendo novelista, editor de McSweeney’s y perteneciente a la misma generación (grupo o como queramos llamarlo) que David Foster Wallace o Jonathan Franzen. Descatalogado en español desde hace mucho, sólo he encontrado ejemplares de segunda mano en dudoso estado y una copia en catalán. En California también me costó encontrarlo, así que cuando le eché el ojo lo metí en el bolso. Después de haber pasado por caja, claro.

First among sequels
Quinto libro de la serie de Jasper Fforde sobre Thursday Next. Hasta ahora sólo he leído el primero, El caso Jane Eyre, gracias a una recomendación de Pedro Jorge, que además es su traductor al español. Aquí, una cita de este quinto volumen que me gustó especialmente.

‘Presidential crossover’

The West Wing WallpaperAaron Sorkin no quería que su presidente Bartlet tuviese un segundo mandato. Su plan era que perdiese la reelección y que el gobernador Robert Ritchie (James Brolin) tomase las riendas del país. Pero la NBC no quería que la serie acabase tan pronto, así que decidió que Bartlet ganase (gracias en buena parte a aquel glorioso y emocionante debate en el que le dio un baño a su rival) para seguir gobernando su ficticia Casa Blanca cuatro años más. Sorkin dejó entonces The West Wing, y la serie siguió sin él. Con el paso de los años, conforme la segunda y última etapa de Bartlet en la Presidencia se acercaba inexorablemente a su fin, llegó el momento de buscar un sustituto, y los entonces guionistas de la serie se fijaron en un joven y prometedor senador de Illinois para tomarle como modelo con el que crear a su Matt Santos (Jimmy Smits).

Este es uno de esos casos en los que la realidad imita a la ficción, porque unos años después aquel prometedor senador, Barack Obama, se postuló como candidato a ocupar la Casa Blanca. Durante casi un año le vimos pelear contra sus oponentes en el Partido Demócrata, especialmente con la aguerrida Hillary Clinton, hasta que finalmente su formación le designó oficialmente como candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos (un proceso largo, a ratos tedioso y a ratos emocionante, que conocimos, como tantas otras cosas, gracias a The West Wing). En medio de esa agotadora carrera, el ahora presidente encontró a su Toby, un Jon Favreau capaz de emular los arrebatos más inspirados de los mejores Toby Ziegler y Sam Seaborn.

Por suerte para Obama, en el tramo final de la lucha por la Casa Blanca tuvo que vérselas con John McCain y su indefinible compañera Sarah Palin. Aunque la lectura del artículo que David Foster Wallace le dedicó al candidato republicano muestra que McCain no es exactamente como nos lo han contado, lo cierto es que el ficticio Arnie Vinick (Alan Alda) habría sido un rival mucho más difícil de batir (de hecho, si a mí me dan a elegir entre Santos y Vinick, me quedo con el segundo, sobre todo antes de que su partido le obligase a republicanizarse).

The West Wing Jed & AbbeyPero este es también uno de esos casos en los que la realidad supera a la ficción. Jed Bartlet llegó a la Casa Blanca con un Nobel de Economía bajo el brazo (sus críticos siempre le acusaban de ser un esnob, de creerse superior, más inteligente que los demás; no es que lo creyese, simplemente lo era, y no entendía por qué tenía que ocultarlo y hacer creer a los ciudadanos que era idiota) y Barack Obama ha logrado el Nobel de la Paz antes de cumplir nueve meses en el cargo.

The West WingAunque han sido muchas las voces que se han alzado contra la decisión de la Comisión del Premio Nobel, la única pega que yo le pongo es que tal vez es demasiado pronto. Puede que, como dijo el mismo Obama, no sea un reconocimiento a sus logros, sino una llamada de atención, una advertencia para que no se descarríe y no decepcione a los que han puesto tantas esperanzas en él (también hay quien dice que es un castigo a su predecesor, al que no le importaba demasiado que los demás pensasen que era idiota). Lo que está claro es que Barack Obama no se conforma con hacer realidad lo que otros crearon en la ficción. Para Obama no es suficiente parecerse a Matt Santos. Quiere ser Jed Barlet. Ojalá lo consiga.

PD: Buscando cosas sobre la serie me he topado con este encuentro (ficticio, claro) Obama-Bartlet escrito por Sorkin para The New York Times antes de las elecciones del pasado noviembre. Aunque no tiene desperdicio, una de las mejores partes es cuando Obama le pide consejo para lograr el apoyo de esas mujeres blancas que las encuestas dicen que está perdiendo (Bartlet responde: «Llevo 40 años casado con una mujer blanca y sigo sin saber qué quiere de mí») y cómo conseguir el apoyo del pueblo americano: «Yo no tenía que ser el presidente de América, sólo de la gente que veía The West Wing; no te mentiré: ser ficticio fue una gran ventaja».