Autómata

Parezco un autómata cuando me pongo a escribir en este cuaderno. El cuaderno parece rellenar automáticamente sus páginas en blanco. El blanco de las páginas intenta parecer indiferente al hecho de estar siendo manchado por líneas de tinta que cree que son aleatorias. Las líneas pareciera que analizan la tinta que las compone buscando algún tipo de conciencia que las explique. La conciencia querría explicar el porqué de la aparición de esas líneas y de su apariencia de texto coherente. El texto fluye por las páginas presumiendo de una coherencia impostada que parece seguir un plan. El plan parece funcionar más o menos según lo previsto con una precisión que podría hacerme sospechar. La sospecha me lleva a observar de cerca las páginas, las líneas, el texto, la coherencia aparente, la conciencia en la sombra y el cuaderno que lo recoge y lo acoge todo. El todo me dirige a una conclusión inefable: soy un autómata.

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Un fotograma de la película Hugo, de Martin Scorsese

«The Purloined Letter» – Edgar Allan Poe

"The Purloined Letter"
(Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana. La biografía del autor es la misma de los dos textos anteriores sobre relatos de Poe)

Edgar Allan Poe

Sería simplista definir a Nathaniel Hawthorne como un autor moralista, pero sí que hay en los relatos suyos que hemos comentado en las últimas semanas un mensaje moral subyacente, a modo de advertencia, ya sea sobre la debilidad de la fe («Young Goodman Brown«) o sobre el peligro de la arrogancia científica («The Birthmark» o «Rapaccini’s Daughter»), un mensaje imbricado en lo que quiere contar y en cómo lo cuenta. Nada que ver con Edgar Allan Poe.

Edgar Allan Poe - Complete Tales & PoemsAunque, como ya vimos, Poe admiraba a Hawthorne, no es el mensaje moral su principal preocupación a la hora de escribir. Como esteta (o esteticista), defendía el «arte por el arte», y que la obra artística, fuese cual fuese su disciplina, debía buscar, ante todo, el deleite de su destinatario, el lector en este caso.

Dijimos en la presentación a la antología que estamos siguiendo que Poe prefería el relato corto porque le permitía atrapar al lector de un modo que la novela, por su mayor extensión, no hacía posible. Ese era su propósito como escritor: capturar por completo la mente y el alma de sus lectores el tiempo que tardaban en leer una de sus obras. Por eso cuidaba cada palabra y cada frase con esmero casi obsesivo, y reescribía una y otra vez poemas y cuentos hasta dar con el vocablo preciso y la frase justa.

Pese a que se consideraba a sí mismo como un poeta, y algunos de sus poemas («Annabel Lee» y, sobre todo, «El cuervo») son mundialmente conocidos, fueron los cuentos los que le dieron la fama de la que hoy goza. Poe escribió relatos de todo tipo, y sus obras inspiraron a Julio Verne, quien le atribuía haber inventado el cuento de ciencia-ficción, o Dostoyevski, que admiraba su interés por la psicología criminal.

Además, fue el creador de las historias modernas de detectives, con su Monsieur C. Auguste Dupin, aunque Poe no las llamaba historias de detectives, sino «de raciocinio», ya que con ellas quería estimular intelectualmente a sus lectores, proponiéndoles puzles cuya resolución precisaba de una combinación de razón e intuición. En los relatos de Dupin vemos a un sagaz detective que sufre la incompetencia de la policía y cuyas aventuras son narradas por un individuo que asiste asombrado a las hazañas del protagonista. Un esquema que décadas más tarde retomarían y perfeccionarían sir Arthur Conan Doyle y Agatha Christie.

Las historias más populares de Poe son, sin embargo, las que conocemos como góticas y que el autor llamaba grotescos y arabescos, términos tomados de sir Walter Scott que en Poe se refieren, respectivamente, a las historias que persiguen un efecto cómico subrayando un determinado aspecto del protagonista y propiciando el contraste entre opuestos (grotescos) y a las centradas en el terror, en asustar al lector, usando para ello todos los elementos del relato, desde la ambientación al retrato de los personajes, pasando por la trama, el tema o el estilo (arabescos).

Aparte del esteticismo y de su afán por provocar la reacción del lector, hay otro rasgo interesante en Poe: como crítico, defendía que cada texto debe analizarse por sí mismo, sin tener en cuenta nada que esté fuera del texto (el close analysis o close reading que mucho tiempo después defenderían los miembros de la corriente del New Criticism). No hay que tener en cuenta el contexto en el que un determinado texto fue escrito, ni tampoco al autor que lo escribió y mucho menos su biografía. En el texto están todas las claves de su interpretación. No hay nada fuera de él.

Por desgracia, Poe no consiguió que sus críticos, los contemporáneos y los posteriores, analizasen su obra siguiendo esos parámetros. Probablemente porque su corta y turbulenta vida (y su extraña muerte) es demasiado jugosa para dejarla fuera de cualquier comentario sobre su trabajo (por si fuera poco, algunos de sus supuestos amigos se explayaron en panegíricos que más que tributos parecían una ficha policial o psiquiátrica).

Es tentador, sí, buscar en su biografía indicios, pistas, explicaciones que ayuden a aclarar por qué escribió lo que escribió y por qué lo hizo así, pero tal vez sea más apropiado dejar a un lado su ajetreada peripecia vital (bien conocida, además) y concederle la deferencia que otros muchos le han negado desde entonces. Vayamos, pues, a su obra.

«The Purloined Letter»

«The fact is, the business is very simple indeed, and I make no doubt that we can manage it sufficiently well ourselves; but then I thought Dupin would like to hear the details of it, because it is so excessively odd.»

«Simple and odd,» said Dupin.

«Why, yes; and not exactly that, either. The fact is, we have all been a good deal puzzled because the affair is so simple, and yet baffles us altogether.»

«Perhaps it is the very simplicity of the thing which puts you at fault,» said my friend.

«What nonsense you do talk !» replied the Prefect, laughing heartily.

«Perhaps the mystery is a little too plain,» said Dupin.

«Oh, good heavens ! who ever heard of such an idea?»

«A little too self-evident.»

Si con «The Cask of Amontillado» vimos un ejemplo de los grotescos de Poe y en «The Fall of the House of Usher» pudimos leer uno de sus arabescos, ahora toca echarle un vistazo a uno de sus relatos de detectives o, como el autor los llamaba, «de raciocinio».

Publicado por primera vez en 1845 en la revista anual The Gift, «La carta robada» es un precursor del género y en él vemos, entre otros muchos detalles familiares para los aficionados a las historias detectivescas, dos elementos que hoy en día son casi clichés: que la mejor forma de esconder algo es dejarlo a la vista y que para atrapar a un criminal hay que pensar como él, ponerse en su lugar.

El protagonista de la historia es C. Auguste Dupin, antepasado de Sherlock Holmes y Hércules Poirot pero con una trayectoria mucho más breve que la de sus descendientes, ya que sólo aparecería en tres historias: «The Murders in the Rue Morgue», «The Mystery of Mary Rogêt» y la que nos ocupa. A diferencia de «Los crímenes de la calle Morgue», en «La carta robada» no hay cadáveres ni tampoco demasiada acción. Lo que nos cuenta el anónimo narrador ocurre en una habitación, en la que conversa junto a Dupin sobre algunos de sus casos anteriores. La acción propiamente dicha de la historia, el robo de la carta del título y su hallazgo, ocurre en otra parte y en otro momento y se cuenta, no se muestra. Tampoco el contenido completo de la misiva robada, ni falta que hace (aunque Lacan y Derrida no están de acuerdo).

El relato comienza con un Prefecto de la Policía parisina pidiendo a Dupin ayuda para encontrar la carta, pero advirtiéndole, antes de exponerle el caso, que la cuestión es «sencilla y extraña». El detective le advierte que tal vez sea ése el problema. El oficial, que no entiende esa frase, explica la importancia de la carta, que saben quién la ha cogido (un ministro) y a continuación detalla el minucioso (mucho, de hecho) registro de la casa del ladrón, que no ha arrojado resultado alguno. Dupin le aconseja que vuelva a revisar toda la vivienda y le pide una descripción de la carta. De su aspecto, no de su contenido.

Pasa un mes y vuelve a aparecer el policía en la habitación en la que Dupin y el narrador siguen conversando (suponemos que durante ese lapso han hecho algo más que estar allí sentados charlando, pero eso no nos lo cuenta Poe, como tampoco ningún dato que no sea indispensable para la narración). La Policía aún no ha encontrado la carta, a pesar de que han ofrecido una suculenta recompensa. Tan suculenta, añade el Prefecto, que él mismo firmaría un cheque por 50.000 francos a quien se la entregue. Dupin responde que si firma ese cheque a su nombre con mucho gusto le dará la carta. Y así lo hace. El policía sale como un rayo de la habitación, sin pronunciar palabra, y el detective explica entonces al narrador, y a nosotros, cómo la ha recuperado.

No vamos a destripar aquí el final de la historia, o más bien el camino que conduce hasta el final, así que tendréis que leerlo. Sólo diremos que es en este tramo donde Dupin expone los dos elementos, tópicos del género, de los que hablábamos más arriba y además un par de disertaciones sobre física, metafísica y matemáticas (los matemáticos no salen muy bien parados, por cierto). Y también una distracción, un juego de manos y una falsificación. Porque a veces hay que contar alguna mentira si se quiere llegar a la verdad.


El cuento, en versión bilingüe inglés-español.

“The Fall of the House of Usher” – Edgar Allan Poe

"The Fall of the House of Usher"
(Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana. La biografía del autor es la misma del texto sobre «The Cask of amontillado»)

Edgar Allan Poe

Sería simplista definir a Nathaniel Hawthorne como un autor moralista, pero sí que hay en los relatos suyos que hemos comentado en las últimas semanas un mensaje moral subyacente, a modo de advertencia, ya sea sobre la debilidad de la fe («Young Goodman Brown«) o sobre el peligro de la arrogancia científica («The Birthmark» o «Rapaccini’s Daughter»), un mensaje imbricado en lo que quiere contar y en cómo lo cuenta. Nada que ver con Edgar Allan Poe.

Edgar Allan Poe - Complete Tales & PoemsAunque, como ya vimos, Poe admiraba a Hawthorne, no es el mensaje moral su principal preocupación a la hora de escribir. Como esteta (o esteticista), defendía el «arte por el arte», y que la obra artística, fuese cual fuese su disciplina, debía buscar, ante todo, el deleite de su destinatario, el lector en este caso.

Dijimos en la presentación a la antología que estamos siguiendo que Poe prefería el relato corto porque le permitía atrapar al lector de un modo que la novela, por su mayor extensión, no hacía posible. Ese era su propósito como escritor: capturar por completo la mente y el alma de sus lectores el tiempo que tardaban en leer una de sus obras. Por eso cuidaba cada palabra y cada frase con esmero casi obsesivo, y reescribía una y otra vez poemas y cuentos hasta dar con el vocablo preciso y la frase justa.

Pese a que se consideraba a sí mismo como un poeta, y algunos de sus poemas («Annabel Lee» y, sobre todo, «El cuervo») son mundialmente conocidos, fueron los cuentos los que le dieron la fama de la que hoy goza. Poe escribió relatos de todo tipo, y sus obras inspiraron a Julio Verne, quien le atribuía haber inventado el cuento de ciencia-ficción, o Dostoyevski, que admiraba su interés por la psicología criminal.

Además, fue el creador de las historias modernas de detectives, con su Monsieur C. Auguste Dupin, aunque Poe no las llamaba historias de detectives, sino «de raciocinio», ya que con ellas quería estimular intelectualmente a sus lectores, proponiéndoles puzles cuya resolución precisaba de una combinación de razón e intuición. En los relatos de Dupin vemos a un sagaz detective que sufre la incompetencia de la policía y cuyas aventuras son narradas por un individuo que asiste asombrado a las hazañas del protagonista. Un esquema que décadas más tarde retomarían y perfeccionarían sir Arthur Conan Doyle y Agatha Christie.

Las historias más populares de Poe son, sin embargo, las que conocemos como góticas y que el autor llamaba grotescos y arabescos, términos tomados de sir Walter Scott que en Poe se refieren, respectivamente, a las historias que persiguen un efecto cómico subrayando un determinado aspecto del protagonista y propiciando el contraste entre opuestos (grotescos) y a las centradas en el terror, en asustar al lector, usando para ello todos los elementos del relato, desde la ambientación al retrato de los personajes, pasando por la trama, el tema o el estilo (arabescos).

Aparte del esteticismo y de su afán por provocar la reacción del lector, hay otro rasgo interesante en Poe: como crítico, defendía que cada texto debe analizarse por sí mismo, sin tener en cuenta nada que esté fuera del texto (el close analysis o close reading que mucho tiempo después defenderían los miembros de la corriente del New Criticism). No hay que tener en cuenta el contexto en el que un determinado texto fue escrito, ni tampoco al autor que lo escribió y mucho menos su biografía. En el texto están todas las claves de su interpretación. No hay nada fuera de él.

Por desgracia, Poe no consiguió que sus críticos, los contemporáneos y los posteriores, analizasen su obra siguiendo esos parámetros. Probablemente porque su corta y turbulenta vida (y su extraña muerte) es demasiado jugosa para dejarla fuera de cualquier comentario sobre su trabajo (por si fuera poco, algunos de sus supuestos amigos se explayaron en panegíricos que más que tributos parecían una ficha policial o psiquiátrica).

Es tentador, sí, buscar en su biografía indicios, pistas, explicaciones que ayuden a aclarar por qué escribió lo que escribió y por qué lo hizo así, pero tal vez sea más apropiado dejar a un lado su ajetreada peripecia vital (bien conocida, además) y concederle la deferencia que otros muchos le han negado desde entonces. Vayamos, pues, a su obra.

«The Fall of the House of Usher»

“Not hear it?—yes, I hear it, and have heard it. Long—long—long—many minutes, many hours, many days, have I heard it—yet I dared not—oh, pity me, miserable wretch that I am!—I dared not—I dared not speak! We have put her living in the tomb! Said I not that my senses were acute? I now tell you that I heard her first feeble movements in the hollow coffin. I heard them—many, many days ago—yet I dared not—I dared not speak!

Publicado por primera vez en 1839 en la revista Burton’s Gentleman’s Magazine y en 1840 en el volumen Tales of the Grotesque and Arabesque, «La caída de la casa Usher» es uno de los relatos más conocidos de Poe y un buen ejemplo de sus arabescos. Desde la primera línea a la última, cada uno de los elementos que aparecen incrementan el tono sombrío y opresivo de la historia.

De nuevo, como en «El barril de amontillado», un narrador-protagonista sirve de guía al lector pero que no ofrece pistas sobre dónde está ni en qué tiempo se desarrolla la acción. Sólo nos cuenta que acaba de llegar a la casa donde vive su amigo de la infancia Roderick Usher, adonde acude tras recibir una carta en la que de forma desesperada le pide ayuda.

Antes de entrar en la casa, se detiene a contemplar la mansión, una visión que le causa «una insufrible tristeza de pensamiento». En estos primeros párrafos, el narrador se pregunta si será cierto que algunos objetos tienen la cualidad de inducir sensaciones poderosas en quienes los contemplan. Mientras se acerca, explica el trastorno mental que sufre Usher y que su familia nunca fue demasiado extensa. La sucesión hereditaria siempre ha sido de forma vertical a lo largo de los años, de tal modo que el apelativo «casa Usher» se aplica tanto a la propiedad en sí como a la familia.

Conforme se aproxima, sus impresiones sobre la propiedad no hacen sino empeorar. De hecho, sus ventanas le parecen ojos que le observan y cree percibir una bruma ominosa, de naturaleza sobrenatural, que la cubre cual caparazón y parece emanar «de los enfermizos árboles, de los muros grisáceos y del estanque silencioso; un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas discernible, de tono plomizo». (El reflejo de la casa en el estanque, además, es el primer apunte a uno de los temas subyacentes del relato: los dobles). Cruzando todo el edificio le parece ver una grieta casi imperceptible…

Los detalles sobre la casa prosiguen con el interior y sus estancias y pasillos, y todo refuerza la idea de que no es precisamente un lugar acogedor, sino una residencia melancólica y oscura cuyo umbral ni siquiera cruzaría una persona sensata.

La descripción de la casa (uno de los elementos, casi un personaje más, centrales de la trama) es mucho más prolija que la de su propietario, y por supuesto que la de su fantasmagórica hermana gemela, Madeline, aquejados ambos de una extraña dolencia que les consume y que, en el caso de Roderick, perturba profundamente sus sentidos. Apenas puede soportar sabores, olores o sonidos y vive en un permanente estado de terror, consciente de que ni a él ni a su hermana les queda demasiado tiempo. No queda claro si Roderick está realmente enfermo o si es meramente un hipocondríaco que, dados sus antecedentes familiares, está convencido de que lo está.

Unas horas después de la llegada del narrador, Madeline, en cuyo historial médico figuran varios ataques de catalepsia, cae enferma. Mientras aguardan el fatal desenlace, el protagonista no se separa de su anfitrión, aficionado a la pintura, la música y la literatura (lleva, además, bastante tiempo enclaustrado voluntariamente en su domicilio). En un fragmento fuertemente sensorial (que sirve de contraste a la extrema sensibilidad de Usher y su lucha por atenuar lo que perciben sus sentidos), Poe, por boca de su narrador, describe algunos lienzos del estudio de Roderick, en especial uno que retrata un túnel bajo tierra; habla de sus «largas improvisaciones fúnebres» e incluye el poema «The Haunted Palace» (que Poe publicó de forma independiente ese mismo año), a través del que Usher revela al narrador su convicción de que la casa no es una mera estructura inanimada.

Madeline, como es de esperar, no tarda en fallecer. Su hermano y su huésped la dejan en la cripta familiar, donde permanecerá quince días por si acaso no es más que otro ataque de catalepsia, como sospecha Roderick. Aun así, dejan el ataúd bien cerrado y lo introducen en un nicho también bien asegurado.

Las noches siguientes la enfermedad (y la locura) de Usher va aumentando. El protagonista hace todo lo posible por aplacar sus nervios, y en un momento de desesperación le ofrece leer el primer libro que tiene a mano, Mad Trist, en concreto un pasaje de aventuras plagado de ruidos y sobresaltos que se van sucediendo en la casa conforme el narrador los va leyendo (un recurso similar al empleado por Tolkien en Moria, en El Señor de los Anillos). La serie de crujidos y estruendos se ve coronada por un murmullo que sube de intensidad hasta convertirse en un alarido: Roderick sabe que ha enterrado a su hermana viva y que ha vuelto para llevárselo con ella.

Madeline, ensangrentada y andrajosa, aparece en la puerta y se lanza contra su hermano. Ambos caen fulminados y el narrador simplemente sale de allí corriendo, justo a tiempo para ver cómo esa grieta apenas perceptible se ensancha, parte la casa en dos y el fétido estanque la engulle. Y, con ella, también a los últimos de la estirpe de los Usher.

La idea de la casa encantada que se acaba derrumbando remite a, entre otras obras, El Castillo de Otranto de Horace Walpole. La extraña relación entre los dos gemelos (y su reclusión) ha dado lugar a todo tipo de teorías, desde el incesto al vampirismo, pasando por las que apuntan que Madeline no existe, que es sólo un desdoble de la personalidad de Roderick, y hasta los que afirman que ninguno de los dos hermanos es real, sólo creaciones fantasmagóricas de la casa, la verdadera protagonista.

La caída de la casa Usher

Al igual que «El barril de amontillado» (y otras muchas), también la historia de la casa Usher fue llevada a la pantalla por Roger Corman, de nuevo con Vincent Price. Pese a que respeta las bases del relato, introduce un elemento romántico: el narrador está prometido a Madeline y por eso acude a la casa. Pero su hermano y ella tienen un pacto: nunca se casarán y no tendrán hijos, para que la maldición de la familia muera con ellos.


El cuento, en versión bilingüe inglés-español.

“The Cask of Amontillado” – Edgar Allan Poe

The Cask of Amontillado (Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana)

Edgar Allan Poe

Aunque sería simplista definir a Nathaniel Hawthorne como un autor moralista, sí que hay en los relatos suyos que hemos comentado en las últimas semanas un mensaje moral subyacente, a modo de advertencia, ya sea sobre la debilidad de la fe («Young Goodman Brown«) o sobre el peligro de la arrogancia científica («The Birthmark» o «Rapaccini’s Daughter»), un mensaje imbricado en lo que quiere contar y en cómo lo cuenta. Nada que ver con Edgar Allan Poe.

Edgar Allan Poe - Complete Tales & PoemsAunque, como ya vimos, Poe admiraba a Hawthorne, no es el mensaje moral su principal preocupación a la hora de escribir. Como esteta (o esteticista), defendía el «arte por el arte», y que la obra artística, fuese cual fuese su disciplina, debía buscar, ante todo, el deleite de su destinatario, el lector en este caso.

Dijimos en la presentación a la antología que estamos siguiendo que Poe prefería el relato corto porque le permitía atrapar al lector de un modo que la novela, por su mayor extensión, no hacía posible. Ese era su propósito como escritor: capturar por completo la mente y el alma de sus lectores el tiempo que tardaban en leer una de sus obras. Por eso cuidaba cada palabra y cada frase con esmero casi obsesivo, y reescribía una y otra vez poemas y cuentos hasta dar con el vocablo preciso y la frase justa.

Pese a que se consideraba a sí mismo como un poeta, y algunos de sus poemas («Annabel Lee» y, sobre todo, «El cuervo») son mundialmente conocidos, fueron los cuentos los que le dieron la fama de la que hoy goza. Poe escribió relatos de todo tipo, y sus obras inspiraron a Julio Verne, quien le atribuía haber inventado el cuento de ciencia-ficción, o Dostoyevski, que admiraba su interés por la psicología criminal.

Además, fue el creador de las historias modernas de detectives, con su Monsieur C. Auguste Dupin, aunque Poe no las llamaba historias de detectives, sino «de raciocinio», ya que con ellas quería estimular intelectualmente a sus lectores, proponiéndoles puzles cuya resolución precisaba de una combinación de razón e intuición. En los relatos de Dupin vemos a un sagaz detective que sufre la incompetencia de la policía y cuyas aventuras son narradas por un individuo que asiste asombrado a las hazañas del protagonista. Un esquema que décadas más tarde retomarían y perfeccionarían sir Arthur Conan Doyle y Agatha Christie.

Las historias más populares de Poe son, sin embargo, las que conocemos como góticas y que el autor llamaba grotescos y arabescos, términos tomados de sir Walter Scott que en Poe se refieren, respectivamente, a las historias que persiguen un efecto cómico subrayando un determinado aspecto del protagonista y propiciando el contraste entre opuestos (grotescos) y a las centradas en el terror, en asustar al lector, usando para ello todos los elementos del relato, desde la ambientación al retrato de los personajes, pasando por la trama, el tema o el estilo (arabescos).

Aparte del esteticismo y de su afán por provocar la reacción del lector, hay otro rasgo interesante en Poe: como crítico, defendía que cada texto debe analizarse por sí mismo, sin tener en cuenta nada que esté fuera del texto (el close analysis o close reading que mucho tiempo después defenderían los miembros de la corriente del New Criticism). No hay que tener en cuenta el contexto en el que un determinado texto fue escrito, ni tampoco al autor que lo escribió y mucho menos su biografía. En el texto están todas las claves de su interpretación. No hay nada fuera de él.

Por desgracia, Poe no consiguió que sus críticos, los contemporáneos y los posteriores, analizasen su obra siguiendo esos parámetros. Probablemente porque su corta y turbulenta vida (y su extraña muerte) es demasiado jugosa para dejarla fuera de cualquier comentario sobre su trabajo (por si fuera poco, algunos de sus supuestos amigos se explayaron en panegíricos que más que tributos parecían una ficha policial o psiquiátrica).

Es tentador, sí, buscar en su biografía indicios, pistas, explicaciones que ayuden a aclarar por qué escribió lo que escribió y por qué lo hizo así, pero tal vez sea más apropiado dejar a un lado su ajetreada peripecia vital (bien conocida, además) y concederle la deferencia que otros muchos le han negado desde entonces. Vayamos, pues, a su obra.

«The Cask of Amontillado»

«A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga».

En «El barril de amontillado», publicado por primera vez en 1846 en la revista Godey’s Lady’s Book, confluyen dos temas habituales en la narrativa de Poe: individuos que se toman la justicia por su mano (o lo que ellos creen justicia, claro) y personas que son enterradas vivas (tantas en la trayectoria del autor que podría pensarse que más que predilección temática se trata aquí de un terror personal).

Como en los buenos relatos, la historia empieza directa al grano: con la planificación de un asesinato. Nuestro guía es Montresor, un ejemplo paradigmático de narrador poco fiable: dice que está ya cansado de las afrentas de un tal Fortunato, que además le insulta, y ha decidido vengarse de él. Y lo más importante: pretende salir airoso. Nunca sabemos qué es lo que ha hecho el tal Fortunato, ni si Montresor tiene motivos para matarle. Sí que la maniobra es cuidadosamente planeada por el homicida y ejecutada durante el carnaval, que aquí sirve de camuflaje pero también, simbólicamente, como una llamada a la subversión del orden establecido.

Montresor intercepta al festivo y ebrio Fortunato, disfrazado de payaso y ataviado con un gorro con cascabeles, y le engaña para que baje a su bodega a comprobar la calidad de un supuesto barril de amontillado que acaba de comprar. La bodega, en realidad, está en la cripta que alberga los restos de los antepasados de Montresor (que lleva por todo disfraz una máscara negra, cual verdugo), estancias y más estancias en cuyas paredes se alinean nichos y también pilas de huesos.

Montresor va regando a su inminente víctima con abundante vino mientras le guía por un camino cada vez más sinuoso y opresivo, una especie de viaje al inframundo cuya humedad no sienta demasiado bien a Fortunato, que no para de toser. El narrador le dice que debe cuidarse esa tos, a lo que el aludido replica: «Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos». «Verdad, verdad», responde Montresor.

Finalmente llegan a donde debería estar el barril de amontillado, una mera oquedad entre dos muros. Allí hay unas cadenas a las que Montresor no tarda en atar a su amodorrado acompañante, y enseguida procede a tapiar el hueco, ladrillo a ladrillo. Fortunato va despertando poco a poco de su sopor etílico, pero demasiado tarde. Apenas puede gritar un «¡Por el amor de Dios, Montresor!» antes de callar para siempre, tal vez desmayado por el terror, tal vez consciente de que de nada servirá decir una sola palabra más.

Peter Lorre y Vincent Price Como curiosidad, este relato fue llevado a la pantalla por Roger Corman en un segmento del filme Historias de terror (1962). Aunque «El gato negro» es una adaptación muy laxa de «El barril de amontillado», merece la pena por ver a Vincent Price (Fortunato) y a Peter Lorre (Montresor).


El cuento, en edición bilingüe inglés-español.

«Rappaccini’s Daughter» – Nathaniel Hawthorne

Rappaccini's Daughter

(Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana. La biografía de Hawthorne es la misma de los dos textos anteriores sobre relatos del mismo autor)

Nathaniel Hawthorne

Nathaniel Hawthorne nació en Salem (Massachusetts) en 1804. Era descendiente de uno de los participantes en los conocidos juicios por brujería de su localidad natal, una mancha que siempre le acompañaría e impregnaría muchos de sus escritos. De hecho, el escritor atribuyó en alguna ocasión la pérdida de su padre, que murió cuando sólo tenía ocho años, a la maldición que una de las ajusticiadas lanzó contra su antepasado, John Hathorne (Nathaniel añadió la uve doble al apellido). Sin embargo, la historia de la Nueva Inglaterra puritana siempre le fascinó, y a ella recurrió con frecuencia en sus historias, para rescatar temas, escenarios o incluso su estilo compositivo, voluntariamente arcaico para dotar a sus textos de un aire colonial.

Desde muy joven tuvo claro que quería ganarse la vida con la pluma, pero el éxito se le resistió hasta The Scarlett Letter (La letra escarlata), en 1850. Antes de eso, compaginó diversos empleos con la publicación (pagada de su bolsillo) de Fanshawe (1828), una novela romántica de la que se avergonzaba tanto (pese a que salió al mercado de forma anónima) que destruyó cuantos ejemplares pudo conseguir (queda alguno por ahí) y varias colecciones de relatos con historias que ya habían aparecido en periódicos y revistas: Twice-Told Tales (1837), Grandfather’s Chair (1840) y Mosses from an Old Manse (1846).

Tras La letra escarlata, siguió escribiendo cuentos (firmaría en total más de un centenar recopilados en varios volúmenes) y tres obras de ficción más: The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados, 1851), The Blithedale Romance (La novela de Blithedale, 1852) y The Marble Faun (El fauno de mármol, 1860). Al igual que La letra escarlata, estas tres también son catalogadas como novelas, aunque no era ése un término que gustase a su autor. Él prefería llamarlas romances, y a sí mismo, en lugar de novelista, romancero (romancer). En su opinión, el romance incluía el punto justo de maravilla y fantasía que le gustaba imprimir a sus creaciones, así como esa oscuridad, a veces opresiva, por la que transitan los personajes de sus historias. Por el contrario, como escribía en el prefacio de La casa de los siete tejados al explicar las diferencias entre un romance y una novela, consideraba que la segunda

“is presumed to aim at a very minute fidelity, not merely to the possible, but to the probable and ordinary course of man’s experience.”

Es decir, lo que más tarde (y todavía hoy) sería una novela realista.

Esa terminología no sirve sólo para definir sus trabajos de ficción largos, sino también los cortos. Los cuentos de Hawthorne, al igual que sus novelas, abundan en elementos misteriosos y sobrenaturales y “sucesos fuera de lo común”, como decía Sir Walter Scott. En ellos están asimismo presentes temas recurrentes en sus romances: el pecado, la culpa, el castigo, dilemas morales de difícil resolución, la rigidez religiosa de comunidades como la de los puritanos y el mal que, a su juicio, yace en todo corazón humano. Este pesimismo es una constante en la obra de otros autores como Edgar Allan Poe y Herman Melville, inscritos, como Hawthorne, en el subgénero del Dark Romanticism o Romanticismo oscuro.

«Rappaccini’s Daughter»

«Giovanni knew not what to dread; still less did he know what to hope; yet hope and dread kept a continual warfare in his breast, alternately vanquishing one another and starting up afresh to renew the contest. Blessed are all simple emotions, be they dark or bright! It is the lurid intermixture of the two that produces the illuminating blaze of the infernal regions.»

Publicado por primera vez en 1844 y editado en la colección Mosses from an Old Manse, «La hija de Rappaccini» comparte tema con otro de los relatos incluidos en ese volumen y del que ya hemos hablado aquí, «La marca de nacimiento». En el cuento de esta semana también hay una trágica historia de amor (y, de nuevo, es ella la que se lleva la peor parte) y un científico obsesionado con controlar la Naturaleza (y con crear vida y, en definitiva, ser lo más parecido a un dios), aunque en esta ocasión no es el protagonista, sino el padre de la joven enamorada, el Rappaccini del título.

Con los otros dos relatos de Hawthorne de los que ya hemos hablado comparte además el tono lúgubre y el entorno opresivo en el que se desarrolla la acción. Si en «La marca de nacimiento» teníamos el laboratorio de Aylmer y los apartamentos donde recluyó a su esposa Georgiana y en «El joven Goodman Brown» un bosque ominoso, aquí el escenario principal es un siniestro jardín, habitado por plantas venenosas capaces de matar con un leve roce o una breve inhalación de su aroma (también se hablaba del poder de las esencias en «La marca de nacimiento»).

En realidad Hawthorne marca el tono del relato mucho antes de mostrarnos el jardín, en el primer párrafo, donde, tras presentarnos a su protagonista, Giovanni Guasconti, un estudiante que empieza sus estudios en la Universidad de Padua, nos cuenta que se va a hospedar en un ajado palacio que en otro tiempo perteneció a un individuo retratado por Dante en su Divina Comedia… en el libro del Infierno. No es un comienzo muy prometedor.

Hawthorne rescata además una antigua leyenda india sobre una joven «alimentada con venenos desde su nacimiento» y, convertida, con ello, en un arma mortal: «Con aquel delicioso perfume de su aliento emponzoñaba el aire. Su amor hubiese sido veneno. Su abrazo, la muerte».

Así es precisamente Beatrice (otro guiño dantesco), la muchacha de la que se enamora el estudiante en cuestión, con la que su padre ha experimentado desde que nació para hacer de ella una criatura única. Rappaccini, del que se nos dice que su ambición científica no conoce límites, ha hermanado, por así decirlo, a su hija con una planta letal que él mismo ha creado. Beatrice puede matar a cualquier ser vivo con sólo tocarlo o exhalar aire sobre él.

No será ésa la suerte que corra Giovanni. Tal vez por pura experimentación, tal vez porque sabe que la singularidad de su hija la condena a la soledad, Rappaccini se las ingenia para hacer del joven el compañero perfecto para Beatrice, y también le transforma en una criatura mortífera. El plan no saldrá bien (las cosas tienden a no salir bien en las historias de Hawthorne) porque ella acepta tomar el antídoto que Giovanni le ofrece (proporcionado, a su vez, por un profesor amigo del padre del estudiante) y que debería curar su mal. Pero no lo hace:

—Hubiera preferido ser amada a ser temida —murmuró ella cayendo al suelo—. Pero ya no importa. Me voy, padre, a donde el mal que te has esforzado en mezclar con mi ser desaparecerá como un sueño, como la fragancia de estas flores venenosas que no teñirán más mi aliento entre las flores del Paraíso. ¡Déjame, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo que entristece mi corazón, pero también desaparecerán cuando yo suba.

El afán científico mal entendido de su padre había transformado a Beatrice en un ser tan innatural que, del mismo modo que el veneno había constituido su alimento, el antídoto supuso su muerte. Y así, la pobre víctima de la ingenuidad y la torcida naturaleza de un hombre, así como de la fatalidad, que corona de modo ineludible los perversos deseos, pereció allí, a los pies de su padre y de su amado.

El relato completo, en edición bilingüe inglés-español.

“The Birthmark” – Nathaniel Hawthorne

The Birthmark

(Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana. La biografía del autor es la misma del texto sobre «Young Goodman Brown»)

Nathaniel Hawthorne

Nathaniel Hawthorne nació en Salem (Massachusetts) en 1804. Era descendiente de uno de los participantes en los conocidos juicios por brujería de su localidad natal, una mancha que siempre le acompañaría e impregnaría muchos de sus escritos. De hecho, el escritor atribuyó en alguna ocasión la pérdida de su padre, que murió cuando sólo tenía ocho años, a la maldición que una de las ajusticiadas lanzó contra su antepasado, John Hathorne (Nathaniel añadió la uve doble al apellido). Sin embargo, la historia de la Nueva Inglaterra puritana siempre le fascinó, y a ella recurrió con frecuencia en sus historias, para rescatar temas, escenarios o incluso su estilo compositivo, voluntariamente arcaico para dotar a sus textos de un aire colonial.

Desde muy joven tuvo claro que quería ganarse la vida con la pluma, pero el éxito se le resistió hasta The Scarlett Letter (La letra escarlata), en 1850. Antes de eso, compaginó diversos empleos con la publicación (pagada de su bolsillo) de Fanshawe (1828), una novela romántica de la que se avergonzaba tanto (pese a que salió al mercado de forma anónima) que destruyó cuantos ejemplares pudo conseguir (queda alguno por ahí) y varias colecciones de relatos con historias que ya habían aparecido en periódicos y revistas: Twice-Told Tales (1837), Grandfather’s Chair (1840) y Mosses from an Old Manse (1846).

Tras La letra escarlata, siguió escribiendo cuentos (firmaría en total más de un centenar recopilados en varios volúmenes) y tres obras de ficción más: The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados, 1851), The Blithedale Romance (La novela de Blithedale, 1852) y The Marble Faun (El fauno de mármol, 1860). Al igual que La letra escarlata, estas tres también son catalogadas como novelas, aunque no era ése un término que gustase a su autor. Él prefería llamarlas romances, y a sí mismo, en lugar de novelista, romancero (romancer). En su opinión, el romance incluía el punto justo de maravilla y fantasía que le gustaba imprimir a sus creaciones, así como esa oscuridad, a veces opresiva, por la que transitan los personajes de sus historias. Por el contrario, como escribía en el prefacio de La casa de los siete tejados al explicar las diferencias entre un romance y una novela, consideraba que la segunda

“is presumed to aim at a very minute fidelity, not merely to the possible, but to the probable and ordinary course of man’s experience.”

Es decir, lo que más tarde (y todavía hoy) sería una novela realista.

Esa terminología no sirve sólo para definir sus trabajos de ficción largos, sino también los cortos. Los cuentos de Hawthorne, al igual que sus novelas, abundan en elementos misteriosos y sobrenaturales y “sucesos fuera de lo común”, como decía Sir Walter Scott. En ellos están asimismo presentes temas recurrentes en sus romances: el pecado, la culpa, el castigo, dilemas morales de difícil resolución, la rigidez religiosa de comunidades como la de los puritanos y el mal que, a su juicio, yace en todo corazón humano. Este pesimismo es una constante en la obra de otros autores como Edgar Allan Poe y Herman Melville, inscritos, como Hawthorne, en el subgénero del Dark Romanticism o Romanticismo oscuro.

«The Birthmark»

«The crimson hand expressed the ineludible gripe in which mortality clutches the highest and purest of earthly mould, degrading them into kindred with the lowest, and even with the very brutes, like whom their visible frames return to dust. In this manner, selecting it as the symbol of his wife’s liability to sin, sorrow, decay, and death, Aylmer’s sombre imagination was not long in rendering the birthmark a frightful object, causing him more trouble and horror than ever Georgiana’s beauty, whether of soul or sense, had given him delight.»

Publicado en 1843 en The Pioneer, «The Birth-Mark» (o «The Birthmark», según la edición que se consulte) forma parte, al igual que «Young Goodman Brown», de la colección de cuentos Mosses from an Old Manse, editada en 1846. Como la historia de Goodman Brown, también ésta es triste y oscura.

La trama es muy liviana: Aylmer, un reputado científico y filósofo, se obsesiona con la marca de nacimiento en forma de mano que tiene su mujer Georgiana en el rostro y se entrega en cuerpo y alma a eliminarla. Con consecuencias funestas.

Como es habitual en Hawthorne, articula en torno a ese breve argumento unos cuantos temas de peso. En este caso destacan dos: la pugna entre la ciencia y la naturaleza y una reflexión sobre la verdadera esencia del amor.

El motor del relato es la arrogancia científica del protagonista (cuyo retrato roza la caricatura; parece que al autor le interesa mucho más el personaje de su esposa), que se jacta de haber desvelado buena parte de los secretos de la naturaleza y de invenciones como un veneno que puede matar instantáneamente o en el tiempo que él decida. Aylmer no oculta su anhelo de controlar el mundo natural y el espiritual en pos de lo que considera la perfección.

Como es de suponer, ese camino hacia la perfección también incluye la creación de vida y la victoria sobre la muerte. En la marca de nacimiento Aylmer no ve, como otros de los que pretendieron la mano de Georgiana antes que él, una singularidad que acentúa su belleza inmaculada. Él ve en esa manita carmesí (de nuevo, como en «Young Goodman Brown», el rojo de la marca contrasta con la blancura del rostro) un indicio de decadencia y muerte. Y también de inmoralidad y pecado, en sintonía con la creencia de la época de que los defectos físicos revelaban otros internos, de índole moral. Aylmer se obsesiona hasta que sólo ve en su mujer esa marca. Y ella, al ver que esa fijación está volviendo loco a su marido, le pide que se la quite.

Georgiana es un personaje más complejo (y más amable) que su marido. Lejos de ser la típica mujer de su casa, es culta e inteligente, y es capaz de leer y comprender los intrincados experimentos que su esposo documenta en sus diarios. Con ellos entiende cómo es el amor que siente su marido por ella, y lo acepta, y que los elevados ideales de Aylmer le condenan a una permanente insatisfacción:

«Su corazón se alegraba, aunque temblando, por lo honorable del amor de su esposo: tan puro y elevado que no aceptaría nada que no fuera la perfección, ni se contentaría miserablemente con una naturaleza más terrenal que la que él había soñado. Comprendió que ese sentimiento era mucho más precioso que aquel otro, más mediocre, que habría sido indulgente con la imperfección a cambio de su seguridad, y habría resultado culpable de traición al amor sagrado si hubiera degradado su idea de perfección al nivel de lo real. Y entonces ella rezó con todo su espíritu para que por un solo momento pudiera satisfacer la concepción más elevada y profunda de esposo. Sabía que no podría lograrlo más que por un momento, pues el espíritu de Aylmer estaba siempre en movimiento, siempre ascendiendo, y cada instante exigía algo que estaba más allá del alcance del instante anterior».

También sabe que los intentos de su marido por borrarle la marca no tendrán éxito. Pese a ello, toma voluntariamente el brebaje que le ofrece. La bebida acaba con la marca, sí, pero también con ella, que se despide de su esposo haciéndole saber que su búsqueda por una perfección divina le ha hecho despreciar «lo mejor que la tierra podía ofrecer».

Pero «The Birth-Mark» ofrece una segunda lectura, como una historia de amor entre una mujer que quiere a un hombre tal como es, e incluso a pesar de como es, y un hombre enamorado de un ideal, no de una mujer real, a la que convierte en un proyecto sobre el que trabajar.

Seguro que habéis visto y leído (y puede que hasta sufrido de primera mano) muchas historias parecidas, de personas que sólo ven en su pareja un borrador que perfilar, alguien a quien mejorar. Ha pasado siglo y medio desde que Hawthorne escribió este cuento, que salvo por algún detalle podría llevar la firma de cualquier autor contemporáneo. Puede que dentro de siglo y medio siga pareciendo tan actual como nos parece ahora, porque al ser humano le gusta persistir en sus errores.


El relato, en edición bilingüe inglés-español.

«Young Goodman Brown» – Nathaniel Hawthorne

"Young Goodman Brown"

(Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana)

Nathaniel Hawthorne

Nathaniel Hawthorne nació en Salem (Massachusetts) en 1804. Era descendiente de uno de los participantes en los conocidos juicios por brujería de su localidad natal, una mancha que siempre le acompañaría e impregnaría muchos de sus escritos. De hecho, el escritor atribuyó en alguna ocasión la pérdida de su padre, que murió cuando sólo tenía ocho años, a la maldición que una de las ajusticiadas lanzó contra su antepasado, John Hathorne (Nathaniel añadió la uve doble al apellido). Sin embargo, la historia de la Nueva Inglaterra puritana siempre le fascinó, y a ella recurrió con frecuencia en sus historias, para rescatar temas, escenarios o incluso su estilo compositivo, voluntariamente arcaico para dotar a sus textos de un aire colonial.

Desde muy joven tuvo claro que quería ganarse la vida con la pluma, pero el éxito se le resistió hasta The Scarlett Letter (La letra escarlata), en 1850. Antes de eso, compaginó diversos empleos con la publicación (pagada de su bolsillo) de Fanshawe (1828), una novela romántica de la que se avergonzaba tanto (pese a que salió al mercado de forma anónima) que destruyó cuantos ejemplares pudo conseguir (queda alguno por ahí) y varias colecciones de relatos con historias que ya habían aparecido en periódicos y revistas: Twice-Told Tales (1837), Grandfather’s Chair (1840) y Mosses from an Old Manse (1846).

Tras La letra escarlata, siguió escribiendo cuentos (firmaría en total más de un centenar recopilados en varios volúmenes) y tres obras de ficción más: The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados, 1851), The Blithedale Romance (La novela de Blithedale, 1852) y The Marble Faun (El fauno de mármol, 1860). Al igual que La letra escarlata, estas tres también son catalogadas como novelas, aunque no era ése un término que gustase a su autor. Él prefería llamarlas romances, y a sí mismo, en lugar de novelista, romancero (romancer). En su opinión, el romance incluía el punto justo de maravilla y fantasía que le gustaba imprimir a sus creaciones, así como esa oscuridad, a veces opresiva, por la que transitan los personajes de sus historias. Por el contrario, como escribía en el prefacio de La casa de los siete tejados al explicar las diferencias entre un romance y una novela, consideraba que la segunda

“is presumed to aim at a very minute fidelity, not merely to the possible, but to the probable and ordinary course of man’s experience.”

Es decir, lo que más tarde (y todavía hoy) sería una novela realista.

Esa terminología no sirve sólo para definir sus trabajos de ficción largos, sino también los cortos. Los cuentos de Hawthorne, al igual que sus novelas, abundan en elementos misteriosos y sobrenaturales y “sucesos fuera de lo común”, como decía Sir Walter Scott. En ellos están asimismo presentes temas recurrentes en sus romances: el pecado, la culpa, el castigo, dilemas morales de difícil resolución, la rigidez religiosa de comunidades como la de los puritanos y el mal que, a su juicio, yace en todo corazón humano. Este pesimismo es una constante en la obra de otros autores como Edgar Allan Poe y Herman Melville, inscritos, como Hawthorne, en el subgénero del Dark Romanticism o Romanticismo oscuro.

«Young Goodman Brown»

«By the sympathy of your human hearts for sin ye shall scent out all the places—whether in church, bedchamber, street, field, or forest—where crime has been committed, and shall exult to behold the whole earth one stain of guilt, one mighty blood spot.»

Publicado de forma anónima en 1835 en The New-England Magazine y ya con su firma en la colección Mosses from an Old Manse (1846), este cuento es, en pocas palabras, una alegoría sobre el mal. El joven Goodman Brown (Goodman es literalmente “buen hombre”, es decir, un Pepe Pérez de la época), de Salem, se despide de su esposa Faith (Fe) para emprender un viaje que se antoja peligroso. Su mujer le pide que se quede en casa y le advierte de que no es conveniente ir a ninguna parte esa noche (probablemente Halloween).

El protagonista hace caso omiso y se marcha, dejando a Faith en la entrada de su hogar, las cintas rosas de su pelo al viento (la tradición crítica no se pone de acuerdo en si considerar al rosa un solo color –asociado con la inocencia– o atribuirle la dualidad simbólica de los dos colores que lo conforman: la virtuosa inocencia del blanco y la pasión –y depravación– del rojo).

Empieza entonces el protagonista su viaje (otro elemento habitual en las historias alegóricas) por un bosque nada acogedor. Pero no caminará solo durante mucho tiempo. Enseguida se le unirá un caballero al principio respetable que se irá revelando tan poco amigable como el bosque que les rodea conforme avance el camino. El acompañante en cuestión es el tercer personaje simbólico de la trama. En esta ocasión, un símbolo del mal, demonio o diablo, como queramos llamarlo, que no duda en tentar a Brown (con el que no queda claro si tenía cita previa o no) y en demostrarle que la (en apariencia) inquebrantable fe que proclama tener, en sí mismo, en su mujer y en todas las figuras honorables que ha conocido a lo largo de su vida (incluidos sus antepasados) no es más que una farsa.

[El diablo aporta aquí dos elementos históricos que sitúan la historia: habla de cómo vio al abuelo de Goodman azotar a un cuáquero y que ayudó a su padre a incendiar una aldea india durante la Guerra del Rey Felipe. Además de la mención de Salem como lugar de residencia del protagonista, dos de los personajes que aparecen, Goody Cloyse y Martha Carrier, llevan los nombres de dos de las supuestas brujas asesinadas en los infaustos juicios.]

Goodman Brown va viendo, uno tras otro, a maestros, religiosos y autoridades, todos en aparente sintonía con su misterioso acompañante (que lleva un bastón que se convierte en serpiente), con el que van a participar en una ceremonia a la que es invitado el protagonista. Pese a la curiosidad y a la cada vez más escasa voluntad que le queda, Goodman Brown se resiste al ofrecimiento. Se encomienda a su esposa, a su Faith, para que le mantenga a salvo. Todo va bien hasta que el viento, que arrecia y amenaza tormenta, le arroja a la cara la voz de Faith… junto a una de sus cintas rosas.

El protagonista corre, frenético, hacia el lugar donde se supone se celebrará la ceremonia, una especie de altar en el que le espera Faith, para que su compañero de viaje les quite a ambos el velo de los ojos y les permita contemplar la realidad por vez primera, el horrible, malvado y verdadero rostro de todos aquellos a los que consideran modelos morales. El llanto de Goodman Brown implorando a su esposa que mire al Cielo y se aparte del Maligno interrumpe el rito de iniciación.

Brown despierta a la mañana siguiente solo, en medio del bosque, sin saber si vivió lo que cree haber vivido o si todo ha sido solamente un sueño. Tampoco el narrador lo aclara. Lo único cierto es que Goodman ha perdido la fe. En sí mismo, en su mujer, en quienes hasta ahora respetaba y en la bondad humana en general. Como Adán y Eva, expulsados del Paraíso por comer el fruto del Árbol del Conocimiento, Goodman Brown, al aceptar el bastón que su maligno compañero le tendía, ha visto el mal que anida en cada ser humano, y ya no podrá olvidarlo.

“…a partir de esa noche del sueño pavoroso se convirtió en un hombre inflexible, triste, meditabundo y desconfiado, si no desesperado. […] Con frecuencia, despertando de pronto a medianoche, se apartaba del regazo de Fe. Y de mañana o al atardecer cuando la familia se arrodillaba en oración, fruncía el ceño y murmuraba para sí, miraba con severidad a su mujer y volvía la cabeza. Y cuando hubo vivido largos años y su blanco cadáver fue llevado a la tumba, seguido por Fe, una mujer envejecida, y por hijos y nietos, un cortejo nutrido sin contar los vecinos, que no eran pocos, no esculpieron en su lápida ningún versículo de esperanza, ya que la hora de su muerte fue sombría”.


El relato completo en inglés y en español.