Romanos de manga larga

La gente siempre dice que hay que tener aficiones, que no es bueno pasar el tiempo libre sin hacer nada, que hay que ocupar los ratos de ocio haciendo algo que nos satisfaga, que nos llene, incluso que nos haga mejores personas. Pero claro, los que dicen eso son aficionados a la jardinería, el bricolaje o la papiroflexia, y nada saben de las vicisitudes de quienes nos aficionamos a un actor, un director, un cantante o un escritor y tenemos que padecer los altibajos de sus carreras.

Por supuesto, no hablo de profesionales de currículum intachable que hasta en el peor de sus días te obsequian con una pequeña obra maestra. No, no hablo de ellos, sino de otras aficiones, aquellas que comienzan por motivos extraprofesionales y te acaban encadenando a todo aquel proyecto en que esté implicado el sujeto en cuestión.

Todo el que me conoce sabe quién encabeza la lista de mis aficiones (para saber cuántos bodrios me he tragado por su culpa sólo hay que echar un vistazo a su filmografía), pero hoy no le toca a él, sino a otro de los miembros de esa lista (situado a mucha, mucha distancia del primero).

Su trayectoria es bastante oscura, no se prodiga mucho (aunque unos años después de escribir esto ganaría un Oscar) y es un poco soso, pero los trajes, especialmente los de época, le quedan de fábula. Además, a mí me gusta.

Tras una serie de papeles de reparto poco afortunados en producciones de medio pelo, Colin Firth se metió en el bolsillo a todas las féminas británicas con su interpretación del arisco Mr. Darcy de la adaptación televisiva que hizo la BBC de la novela de Jane Austen Orgullo y prejuicio.

Tal fue el impacto del chico (y su camisa mojada) que Helen Fielding escribió para su Bridget Jones un novio ideal (Mark Darcy) inspirado directamente en el amigo Colin (como todos sabéis, Firth interpretaría a Darcy en las dos entregas cinematográficas de la patosa Bridget).

Gracias al ciclón Darcy, en los años siguientes encarnaría al protagonista de la adaptación al cine de la novela de Nick Hornby Fiebre en las gradas y tendría dos pequeñas pero cruciales apariciones en dos películas con Oscar: El paciente inglés y Shakespeare in love (curiosamente, era en ambas un marido cornudo que pierde a su mujer en los brazos de un Fiennes; Ralph en la primera y Joseph en la segunda).

Después llegarían títulos como las dos entregas de Bridget Jones, Love actually, La joven de la perla y trabajos tras prescindibles como La importancia de llamarse Ernesto o Un sueño para ella. La última en llegar a las pantallas españolas ha sido La última legión, una aventura épica ambientada en los últimos días del Imperio romano en la que el apuesto Colin hace de soldado, razón más que suficiente para ir a verla.

Pero esto no es Espartaco, ni Ben-Hur, ni siquiera Gladiator. Aquí no hay tipos hercúleos con torsos sudorosos. Ni torsos, ni piernas, ni nada. En La última legión es invierno y la gente, incluido Firth, van tapados hasta las orejas. Para colmo, como la chica es la india Aishwarya Rai, no hay ni un triste beso de refilón.

Por lo demás, la película se deja ver (aunque no cumple para nada las expectativas con que fui a verla), si obviamos que el enganche de la historia (que no está mal) con la de Excalibur y Arturo está un poco cogido por los pelos. Se olvida dos minutos después, pero al menos no hace daño, que ya es algo.

Proyectos paralelos

A veces pasa. A dos personas, que no se conocen y no tienen nada en común, se les ocurre, casi simultáneamente, hacer una película sobre un mismo tema, situación o personaje. Casualmente, los dos consiguen estudios que respalden sus proyectos y se lanzan a la producción. Esos dos proyectos pueden coexistir sin intuir la existencia del otro durante días, semanas o meses. Pero un buen día todos se enteran de que hay otra película que habla de lo mismo.

Comienzan entonces las insinuaciones, más o menos veladas, de que alguien se ha ido de la lengua, aunque puede ser que, simplemente, dos personas, que no se conocen y no tienen nada en común, hayan tenido la misma idea al mismo tiempo.

Esta semana se ha estrenado en España, con el poco atractivo título Historia de un crimen, Infamous, la segunda cinta sobre cómo Truman Capote escribió A sangre fría que llega a las salas en poco más de un año. Aunque los críticos no han dudado en ensalzar la interpretación de Toby Jones en la cinta de Douglas McGrath, que además le ha granjeado numerosos galardones, es difícil desprenderse de la composición que hizo Philip Seymour Hoffman del autor de Desayuno en Tiffany’s en Truman Capote (dirigida por Bennett Miller), con la que, además, logró el Oscar al Mejor Actor el año pasado.

Aunque llame la atención, no es la primera vez que esto pasa. Los proyectos paralelos son una constante, una especie de epidemia que vuelve a la cartelera cada cierto tiempo. Lo normal es que una de las dos producciones venza a la otra, ya sea por su calidad artística, por el prestigio de su director, el fuste de sus protagonistas, o simplemente porque se adelanta en las salas a su rival. Por muy buena que sea Infamous (no la he visto todavía), ¿quién va a ir otra vez al cine para que le cuenten exactamente la misma historia?

Los duelos Volcano-Un pueblo llamado Dante’s Peak, Armageddon-Deep impact y Tombstone-Wyatt Earp fueron los (pen)últimos en sumarse al club esta peli ya la he visto, que inauguraron a finales de los 80 Milos Forman y Stephen Frears con, respectivamente, Valmont y Las amistades peligrosas.

Las dos parten de la novela de Choderlos de Laclos Las amistades peligrosas (aunque Frears se inspiró en la pieza teatral de Christopher Hampton y no en el texto original), que narra, en forma epistolar, las andanzas de la Marquesa de Merteuil y el Vizconde de Valmont, dos depravadas criaturas que han hecho de la manipulación, el engaño y la intriga su pasatiempo favorito. En Valmont Colin Firth y Annette Bening encarnan a la pareja. En Las amistades peligrosas, el honor les corresponde a John Malkovich y Glenn Close. El público y la crítica se decantaron por esta última, aunque la pareja Firth-Bening es mucho más fotogénica.

Otra sonora coincidencia fue la que protagonizaron, en pleno Quinto Centenario, Ridley Scott y John Glen con sus dos visiones del Descubrimiento de América: 1492, la conquista del paraíso y Cristóbal Colón: el descubrimiento, o, lo que es lo mismo, Gérard Depardieu contra la pasión turca de Ana Belén, George Corraface. La primera tenía a Sigourney Weaver (la reina Isabel), Armand Assante, Ángela Molina, Fernando Rey y el pre-Mummy Arnold Vosloo. La segunda, a Marlon Brando, Tom Selleck, Catherine Zeta-Jones y Benicio del Toro. Las dos eran un pestiño, pero a la oficial, o sea, la de Depardieu, le fue un poquito mejor en taquilla.

Pero si lo de dos producciones sobre la llegada al Nuevo Mundo en el año del Quinto Centenario podía ser más o menos lógico, lo que ocurrió un año antes con Robin Hood no tiene explicación alguna. Ese año, 1991, Kevin Reynolds y John Irvin presentaron su visión sobre el señor de los bosques de Sherwood (como si hiciera falta teniendo a Errol Flynn). El primero firmó Robin Hood, príncipe de los ladrones, con un reparto encabezado por Kevin Costner y que completaban Morgan Freeman, el inconmensurable Alan Rickman y su cuchara arranca-corazones, Mary Elizabeth Mastrantonio y Christian Slater. La historia era un poco atípica, incluía a un árabe (negro, para más inri) como compañero del protagonista, brujería y otras licencias artísticas que dieron lugar a una más que entretenida película con un broche de lujo: Sean Connery como el rey Ricardo Corazón de León. En cuanto a Robin Hood el magnífico, la otra peli,… bueno, baste decir que en USA fue directa a la tele, por mucho que aquí nos la colaran en los cines, y que la protagonizaba Patrick Bergin.