Lecturas de 2014

Lecturas 2014

2014 fue un año bastante pobre en lecturas, con menos de la mitad de libros leídos de lo normal en mí, pero aun así me apetecía dejar por aquí la lista de lo que leí el año pasado, junto con algún breve comentario, por si le sirve a alguien de utilidad. La lista incluye alguna relectura (El Hobbit, Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer) y autores repetidos, como Stephen King, Julian Barnes y, sobre todo, Neil Gaiman. Lo de este último se explica por mi tendencia a leer en serie las obras de los autores que acabo de conocer (y me gustan, claro). Al señor Gaiman lo descubrí el año pasado con American Gods, y después de esa novela cayeron unas cuantas más.

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Recortes de prensa

Hace unos días me dio por poner orden en las pilas de periódicos que traje conmigo cuando me mudé hace casi cuatro años y que ya llevaban en casa de mis padres unos cuantos años más. En su momento me limité a empaquetarlos y trasladarlos, y desde entonces han estado en casa sin que me haya acordado de ellos. El otro día les metí por fin mano.

Siempre es algo raro revisar al cabo de los años recortes de periódicos y revistas que ni sabes muy bien por qué guardaste en su día, pero es aún más raro cuando muchos de esos recortes llevan tu firma.

Lo primero que me vino a la mente fue el clásico cualquier tiempo pasado fue mejor. Entonces estaba en otra redacción, con otros compañeros (de los que sólo unos cuantos siguen allí) y tenía un trabajo en muchos sentidos mejor que el que tengo ahora. Había, como siempre, una buena cuota de cosas que había que hacer, pero salvo eso podía escribir casi de lo que me apeteciese, tenía un jefe que me dejaba tiempo para que lo hiciera y unos estupendos diseñadores dispuestos a embellecer mis disparates. [Desde cierto punto de vista, ahora también tengo bastante libertad, pero la cuota obligatoria es notablemente mayor. Si quiero escribir algo o hacer algo que vaya más allá de editar teletipos tengo que hacerlo en mi tiempo libre, y ahora ya no me apetece tanto escribir en casa para el periódico como entonces]

Cuando se fue la nostalgia pensé en todo el tiempo perdido que representaba aquella montaña de papel, en los días enteros que pasé en aquella redacción, de la mañana a la madrugada (por las mañanas escribía los reportajes para Cultura, comía en el chino de abajo y por la tarde-noche hacía el Cierre del periódico, y así día tras día), en el trabajo en casa durante los días de descanso y en que ese camino que al principio recordaba con agrado no fue en realidad tan fácil (tampoco es plan de remover todo aquello). Y todo para nada, para escribir cosas que probablemente nadie leyó.

Después, releyendo esas páginas, vi que algunas no estaban del todo mal, y que incluso podría recuperar algunas de ellas aquí (como ya hice en su momento con el perfil de Arthur Conan Doyle, con los reportajes sobre Star Trekuno y dos– o los de Indy –uno y dos-), así que espero que no os importe que los rescate para irlos publicando durante el verano, con la esperanza de que alguien, esta vez, se los lea. Y si no, al menos para que el blog se actualice mientras estamos de vacaciones…

El hombre que mató a Sherlock Holmes

[Un reportaje propio reciclado, en esta ocasión de aquí]

“Es una forma elemental de ficción”. Así se refería sir Arthur Conan Doyle a su creación más universal, Sherlock Holmes, un personaje al que siempre detestó porque le impedía dedicarse a otros géneros que satisfacían mejor sus aspiraciones literarias.

Sin embargo, lo cierto es que el tirón popular de la obra de Conan Doyle no se debe a sus ensayos o a novelas como El mundo perdido, sino al imperturbable carisma del detective que vivía en el 221b de Baker Street.

Hoy se cumple el 150º aniversario del escritor escocés, que nació en Edimburgo el 22 de mayo de 1859 y, aunque cursó estudios de Medicina, pronto abandonó la profesión por el embrujo de las letras. Conan Doyle publicó la primera novela protagonizada por Sherlock Holmes, Estudio en escarlata, en 1887, a la que aportó retazos de su propia experiencia (le adjudicó un ayudante, Watson, médico y con aficiones literarias) y muchos rasgos de uno de sus profesores en la universidad, el doctor Joseph Bell, de quien tomó prestados la fina y elegante silueta, la nariz aguileña y, sobre todo, su gusto por el empleo de técnicas deductivas para formular el diagnóstico de sus pacientes. Bell les observaba atentamente, registrando hasta el más nimio detalle, para precisar su origen, su ocupación y, en muchos casos, sus síntomas y dolencias sin que necesitasen abrir la boca.

Tanto Estudio en escarlata como El signo de los cuatro (1890) obtuvieron gran popularidad, pero no fue hasta la aparición en 1892 del primer relato corto del detective, Un escándalo en Bohemia, cuando el personaje comenzó a convertirse en un mito. El desproporcionado éxito de su detective, al que, quizás en un inconsciente intento por evitar la empatía del público con él, había adornado con cuestionables dones como su adicción a la cocaína o su manifiesta misoginia (mientras Watson era un caballero intachable), permitió al escritor dedicarse plenamente a la literatura con poco más de 30 años.

Pero el fervor que el público sentía por su criatura, que mataba con el violín y sus experimentos químicos los tediosos interludios entre un caso y otro y que demostraba, frente a la ineficiencia policial, que eran la inteligencia y la observación el único camino hacia la verdad, Conan Doyle lo asumió como un fracaso personal y profesional, una esclavitud que le apartaba de sus novelas históricas, poemas y textos dramáticos con los que esperaba convertirse en un autor serio respetado por la crítica.

Holmes era una losa, una condena de la que el escocés intentó librarse bien pronto, apenas unos años después de su nacimiento en la ficción. Con el cuidado que no ponían los criminales que inventaba en llevar a cabo sus tropelías, Conan Doyle planificó la muerte de Holmes, y en un viaje a las cataratas Reichenbach, en los Alpes suizos, encontró el lugar idóneo para la desaparición del detective a manos de su némesis, el profesor Moriarty, en El problema final, acontecimiento que registró en su diario con la entrada: “He matado a Holmes”.

Con Holmes despeñado y a pesar de las súplicas de los lectores, que anularon masivamente las suscripciones a la revista The Strand Magazine (que publicaba los relatos del detective), Conan Doyle se alistó como voluntario en la Guerra de los Boérs, una experiencia que le permitió conocer los conflictos bélicos y profundizar en la psicología de los soldados destacados en el frente. El resultado literario fue La guerra de los Bóers, un ensayo que le valió el título de sir, reconocimiento que estuvo a punto de declinar porque pensaba que se debía a su más odiado personaje.

Pero Holmes aún tenía muchas páginas que llenar. Tras la experiencia bélica, Conan Doyle volvió a la ficción. Comenzó El sabueso de los Baskerville, una intriga en la que un espectral can siembra de horror la campiña inglesa, pero pronto descubrió que necesitaba un héroe, así que decidió recuperar a Holmes, un regreso presentado no como una resurrección, sino como una aventura previa del tándem que formaba con Watson. El público, como era de esperar, enloqueció, y el escritor se resignó a su vuelta, esta vez sin artificios temporales, en el relato La casa vacía.

Con unos 200 títulos, Sherlock Holmes es el personaje literario más adaptado al cine y la televisión, con versiones como las protagonizadas por Basil Rathbone (quizás el alter ego más popular del investigador), El secreto de la pirámide (que presentaba la adolescencia del detective) o la que firmó Billy Wilder en 1970, La vida privada de Sherlock Holmes, en la que se abordaban sin tapujos los aspectos más sórdidos y controvertidos del compañero del doctor Watson. Este año el detective vuelve al cine, en un filme titulado simplemente Sherlock Holmes que dirige Guy Ritchie y protagonizan Robert Downey Jr., en el papel del detective, y Jude Law en el de Watson.

En su faceta seria, Conan Doyle cultivó casi todos los géneros, configurando una extensa bibliografía en la que se alternan la novela histórica –La compañía blanca o Sir Nigel–, las obras de teatro –Jane Annie, coescrito con su amigo James M. Barrie, o Historia de Waterloo–, la poesía y otras series de ficción, entre ellas la protagonizada por el exitoso brigadier Gerard o la de ciencia ficción centrada en las andanzas del profesor Challenger, que comenzó en 1912 con El mundo perdido, una historia que relata una expedición científica a una remota isla en la que aún continúan viviendo los dinosaurios (¿les recuerda a algo?).

La muerte de su hijo en la Primera Guerra Mundial (a la que dedicó una serie ensayística) le llevó a abrazar el espiritismo y otras doctrinas alternativas que, en sus últimos años, hicieron decrecer su consideración en los círculos intelectuales, por culpa de textos como The Coming of the Fairies, dedicado a las supuestas fotografías de hadas tomadas en los años 20 por dos adolescentes y de cuya autenticidad solamente él estaba seguro, o su fervor por el espiritismo.

La muerte le llegó en 1930, a los 71 años, rodeado de su familia, pero ni siquiera en su último aliento tuvo un recuerdo para el responsable de su inmortalidad, al que excluyó incluso de su epitafio, que rezaba: “Verdadero acero / hoja afilada / Arthur Conan Doyle / Caballero patriota, médico / y hombre de letras”.