«La cantidad de libros a custodiar es la elección más difícil en toda biblioteca. Séneca, en la segunda carta a Lucilio, recomienda moderación y conformarse con juntar únicamente los que uno pueda leer. Otros, en cambio, han almacenado libros en un impulso irresistible. Tres mil es un bonito número. Calcula leer un libro a la semana, un logro notable si te enfrentas a obras del tonelaje de El Conde de Montecristo, Los Miserables o Guerra y Paz. Multiplica esas semanas por los años activos de lectura de un ser humano, por ejemplo sesenta y cinco. La cifra de libros que un lector puede abarcar es tres mil trescientos ochenta, aproximadamente. Eso incluye los mediocres, los errores y las pérdidas de tiempo. Resta las rachas de la vida que nos impiden leer o nos privan de su apetito, y ten en cuenta el íntimo placer de la relectura, que nos hace volver a aquellas obras que tanto han significado. Suma, por fin, una cantidad razonable de obras de consulta. Tres mil libros se nos aparecen como una cantidad justa y manejable. La tarea para toda una vida.
Pero no detengamos los cálculos ahora. Pongamos que el grosor medio de los volúmenes de nuestra biblioteca imaginaria sea de siete centímetros y que el armario mida siete baldas de altura. Todo lo que podríamos leer durante nuestra vida se acomoda en treinta metros de estanterías. Un corto paseo que nos recuerda lo mucho que hay que leer y lo poco que permaneceremos en pie. Y la lista de libros imprescindibles es tan larga… La ristra de títulos que nos urgen no poder dejar de hojear es demasiado extensa. Por eso, este sencillo armario ideal nos enseña en qué debemos ocupar nuestros ojos. Un recordatorio de que hay que leer sólo por gusto y por placer. La vida es demasiado valiosa para preocuparse por un canon».
‘Libros malditos, malditos libros’ – Juan Carlos Díez Jayo (2013)