(Este artículo pertenece a la serie Un cuento a la semana. La biografía de Hawthorne es la misma de los dos textos anteriores sobre relatos del mismo autor)
Nathaniel Hawthorne
Nathaniel Hawthorne nació en Salem (Massachusetts) en 1804. Era descendiente de uno de los participantes en los conocidos juicios por brujería de su localidad natal, una mancha que siempre le acompañaría e impregnaría muchos de sus escritos. De hecho, el escritor atribuyó en alguna ocasión la pérdida de su padre, que murió cuando sólo tenía ocho años, a la maldición que una de las ajusticiadas lanzó contra su antepasado, John Hathorne (Nathaniel añadió la uve doble al apellido). Sin embargo, la historia de la Nueva Inglaterra puritana siempre le fascinó, y a ella recurrió con frecuencia en sus historias, para rescatar temas, escenarios o incluso su estilo compositivo, voluntariamente arcaico para dotar a sus textos de un aire colonial.
Desde muy joven tuvo claro que quería ganarse la vida con la pluma, pero el éxito se le resistió hasta The Scarlett Letter (La letra escarlata), en 1850. Antes de eso, compaginó diversos empleos con la publicación (pagada de su bolsillo) de Fanshawe (1828), una novela romántica de la que se avergonzaba tanto (pese a que salió al mercado de forma anónima) que destruyó cuantos ejemplares pudo conseguir (queda alguno por ahí) y varias colecciones de relatos con historias que ya habían aparecido en periódicos y revistas: Twice-Told Tales (1837), Grandfather’s Chair (1840) y Mosses from an Old Manse (1846).
Tras La letra escarlata, siguió escribiendo cuentos (firmaría en total más de un centenar recopilados en varios volúmenes) y tres obras de ficción más: The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados, 1851), The Blithedale Romance (La novela de Blithedale, 1852) y The Marble Faun (El fauno de mármol, 1860). Al igual que La letra escarlata, estas tres también son catalogadas como novelas, aunque no era ése un término que gustase a su autor. Él prefería llamarlas romances, y a sí mismo, en lugar de novelista, romancero (romancer). En su opinión, el romance incluía el punto justo de maravilla y fantasía que le gustaba imprimir a sus creaciones, así como esa oscuridad, a veces opresiva, por la que transitan los personajes de sus historias. Por el contrario, como escribía en el prefacio de La casa de los siete tejados al explicar las diferencias entre un romance y una novela, consideraba que la segunda
“is presumed to aim at a very minute fidelity, not merely to the possible, but to the probable and ordinary course of man’s experience.”
Es decir, lo que más tarde (y todavía hoy) sería una novela realista.
Esa terminología no sirve sólo para definir sus trabajos de ficción largos, sino también los cortos. Los cuentos de Hawthorne, al igual que sus novelas, abundan en elementos misteriosos y sobrenaturales y “sucesos fuera de lo común”, como decía Sir Walter Scott. En ellos están asimismo presentes temas recurrentes en sus romances: el pecado, la culpa, el castigo, dilemas morales de difícil resolución, la rigidez religiosa de comunidades como la de los puritanos y el mal que, a su juicio, yace en todo corazón humano. Este pesimismo es una constante en la obra de otros autores como Edgar Allan Poe y Herman Melville, inscritos, como Hawthorne, en el subgénero del Dark Romanticism o Romanticismo oscuro.
«Rappaccini’s Daughter»
«Giovanni knew not what to dread; still less did he know what to hope; yet hope and dread kept a continual warfare in his breast, alternately vanquishing one another and starting up afresh to renew the contest. Blessed are all simple emotions, be they dark or bright! It is the lurid intermixture of the two that produces the illuminating blaze of the infernal regions.»
Publicado por primera vez en 1844 y editado en la colección Mosses from an Old Manse, «La hija de Rappaccini» comparte tema con otro de los relatos incluidos en ese volumen y del que ya hemos hablado aquí, «La marca de nacimiento». En el cuento de esta semana también hay una trágica historia de amor (y, de nuevo, es ella la que se lleva la peor parte) y un científico obsesionado con controlar la Naturaleza (y con crear vida y, en definitiva, ser lo más parecido a un dios), aunque en esta ocasión no es el protagonista, sino el padre de la joven enamorada, el Rappaccini del título.
Con los otros dos relatos de Hawthorne de los que ya hemos hablado comparte además el tono lúgubre y el entorno opresivo en el que se desarrolla la acción. Si en «La marca de nacimiento» teníamos el laboratorio de Aylmer y los apartamentos donde recluyó a su esposa Georgiana y en «El joven Goodman Brown» un bosque ominoso, aquí el escenario principal es un siniestro jardín, habitado por plantas venenosas capaces de matar con un leve roce o una breve inhalación de su aroma (también se hablaba del poder de las esencias en «La marca de nacimiento»).
En realidad Hawthorne marca el tono del relato mucho antes de mostrarnos el jardín, en el primer párrafo, donde, tras presentarnos a su protagonista, Giovanni Guasconti, un estudiante que empieza sus estudios en la Universidad de Padua, nos cuenta que se va a hospedar en un ajado palacio que en otro tiempo perteneció a un individuo retratado por Dante en su Divina Comedia… en el libro del Infierno. No es un comienzo muy prometedor.
Hawthorne rescata además una antigua leyenda india sobre una joven «alimentada con venenos desde su nacimiento» y, convertida, con ello, en un arma mortal: «Con aquel delicioso perfume de su aliento emponzoñaba el aire. Su amor hubiese sido veneno. Su abrazo, la muerte».
Así es precisamente Beatrice (otro guiño dantesco), la muchacha de la que se enamora el estudiante en cuestión, con la que su padre ha experimentado desde que nació para hacer de ella una criatura única. Rappaccini, del que se nos dice que su ambición científica no conoce límites, ha hermanado, por así decirlo, a su hija con una planta letal que él mismo ha creado. Beatrice puede matar a cualquier ser vivo con sólo tocarlo o exhalar aire sobre él.
No será ésa la suerte que corra Giovanni. Tal vez por pura experimentación, tal vez porque sabe que la singularidad de su hija la condena a la soledad, Rappaccini se las ingenia para hacer del joven el compañero perfecto para Beatrice, y también le transforma en una criatura mortífera. El plan no saldrá bien (las cosas tienden a no salir bien en las historias de Hawthorne) porque ella acepta tomar el antídoto que Giovanni le ofrece (proporcionado, a su vez, por un profesor amigo del padre del estudiante) y que debería curar su mal. Pero no lo hace:
—Hubiera preferido ser amada a ser temida —murmuró ella cayendo al suelo—. Pero ya no importa. Me voy, padre, a donde el mal que te has esforzado en mezclar con mi ser desaparecerá como un sueño, como la fragancia de estas flores venenosas que no teñirán más mi aliento entre las flores del Paraíso. ¡Déjame, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo que entristece mi corazón, pero también desaparecerán cuando yo suba.
El afán científico mal entendido de su padre había transformado a Beatrice en un ser tan innatural que, del mismo modo que el veneno había constituido su alimento, el antídoto supuso su muerte. Y así, la pobre víctima de la ingenuidad y la torcida naturaleza de un hombre, así como de la fatalidad, que corona de modo ineludible los perversos deseos, pereció allí, a los pies de su padre y de su amado.
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