Con la crisis (aka «la que está cayendo»), los seis millones de parados (enhorabuena a los 31 que encontraron trabajo en agosto) y el mal rollo económico-social general se empiezan a extender peligrosamente estupideces como que «trabajar es un lujo» o que «hay que dar gracias por tener trabajo», pero, con todos los derechos que nos han quitado ya y todos los que han sido salvajemente recortados, no podemos permitir que nos mutilen uno fundamental: el derecho a quejarnos de nuestro trabajo.
Quien dice trabajo dice también sueldo, condiciones laborales en general, jefes y otros idiotas que tengamos que aguantar, el sitio físico en el que desarrollamos nuestra labor y hasta el trayecto hasta llegar a él. Todo es susceptible de reproche y de todo debemos quejarnos sin dudarlo. Es saludable, mental y físicamente.
Estos días muchos estaréis, además, padeciendo eso que los cursis llaman síndrome posvacacional. No es ningún síndrome, ni ninguna enfermedad, sino un estado de lucidez mental en el que somos plenamente conscientes de toda la basura que tenemos que aguantar a diario en nuestro trabajo. Y, claro, duele. Con el paso de las semanas y los meses, iremos sepultando todo ese mosqueo bajo un hastío soterrado (a veces; en otras se nos notará lo hasta las narices que estamos) hasta que llegue el próximo periodo vacacional. No estaremos mejor, pero sí más resignados.
Además de todos los males laborales de los que hablaba más arriba, es posible que algunos os enfrentéis a uno mucho más difícil de combatir: el aburrimiento. Ése es uno de los temas que vertebran la novela póstuma de David Foster Wallace, El rey pálido, de cuyas páginas se pueden sacar muchas citas sobre el aburrimiento en el trabajo, los jefes y otros muchos elementos relacionados con el mundo laboral en los que es en ocasiones fácil reconocerse. Ésta es una de las cosas que dice uno de los personajes de la novela sobre el aburrimiento:
Lo aprendí con solamente veintiún o veintidós años, en el Centro Regional de Examen de la Agencia Tributaria de Peoria, donde me pasé dos veranos trabajando como chico del carrito. Y aquello, de acuerdo con los tipos que me consideraron apto para hacer carrera en la Agencia, me puso por encima de la media, el hecho de entender aquella verdad a una edad en que la mayoría de gente solamente está empezando a sospechar los principios básicos de la vida adulta: el hecho de que la vida no te debe nada; de que el sufrimiento adopta muchas formas; de que nadie te cuidará jamás como lo hacía tu madre; de que el corazón humano está chiflado.
Aprendí que el mundo de los hombres tal como existe hoy día es una burocracia. Se trata de una verdad obvia, por supuesto, aunque también es una verdad que causa enorme sufrimiento a quienes no la conocen.
Pero lo que es más importante, descubrí —de la única manera en que un hombre aprende realmente las cosas importantes— el verdadero talento que se requiere para triunfar en una burocracia. Me refiero a triunfar de verdad: a que te vaya bien, a marcar la diferencia, a servir. Descubrí la clave. La clave no es la eficiencia, ni la probidad, ni la reflexión, ni la sabiduría. No es la astucia política, el don de gentes, el cociente intelectual puro y duro, la lealtad, la amplitud de miras ni ninguna de esas cualidades que el mundo burocrático llama virtudes y que busca con sus test. La clave es cierta capacidad que subyace a todas estas cualidades, más o menos igual que la capacidad de respirar y bombear la sangre subyace a todos los pensamientos y acciones.
La clave burocrática subyacente es la capacidad para soportar el aburrimiento. Para operar con eficiencia en un entorno que descarta todo lo que es vital y humano. Para respirar, por así decirlo, sin aire.
La clave es la capacidad, ya sea innata o condicionada, para encontrar el otro lado del trabajo de a pie, de lo nimio, de lo que no tiene sentido, de lo repetitivo y de lo absurdamente complejo. Para ser, en pocas palabras, inmune al aburrimiento. Y en los años 1984 y 1985 yo conocí a dos hombres que lo eran.
Es la clave de la vida moderna. Si eres inmune al aburrimiento no hay literalmente nada que no puedas conseguir.
La pena es que no explica cómo hacerse inmune al aburrimiento. Igual estaba en alguna de las notas que su editor descartó cuando compuso el puzle que es El rey pálido, o a lo mejor David Foster Wallace no llegó a escribirlo. Puede que él tampoco lo supiera.
Lo bueno del síndrome posvacacional es que pasa en unas semanas. Lo malo es que, si odiamos nuestro trabajo, nuestro sueldo, no aguantamos a nuestros jefes ni a los idiotas que tenemos que ver a diario o no soportamos la mera idea de ir hasta nuestro lugar de trabajo, todo eso seguirá ahí cuando el síndrome posvacacional se haya ido. Ánimo.
Tienes toda la razón. Los que hemos perdido el trabajo hemos perdido esa cuota de aburrimiento que nos ahogaba cada día y eso hace que nos planteemos cada jornada como una posibilidad de descubrir o re-descubrir lo bueno que nos rodea. Claro, que también hemos perdido el salario y eso nos obliga a tentarnos la ropa
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Sin duda. Pensamos que el trabajo nos quita tiempo para hacer otras cosas que nos interesen o nos gusten más, pero nuestro salario en ese trabajo es el que nos permite pagar las facturas. Una especie de pescadilla que se muerde la cola.
Gracias por pasar por aquí y por el comentario. Un saludo.
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Yo nunca he tenido de eso, pero estoy año tengo otra cosa peor, que es el terror a incorporarme otra vez al trabajo
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¿Qué no has tenido? ¿Aburrimiento en el trabajo? ¿Síndrome postvacacional? Si tienes terror a volver al trabajo tienes un síndrome de esos. Mayor de lo normal, porque llevas más tiempo fuera, pero los síntomas son similares. Ánimo 😉
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No, no es mi aburrimiento y síndrome. Es terror porque el cliente me destroza la autoestima. Realmente nunca me ha costado volver al trabajo y sólo he estado una semana sin trabajar (en este trabajo, porque en el museo no me reengancho hasta diciembre)
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