[Ayer nos sorprendió una de esas noticias que no queremos leer, uno de esos acontecimientos que hacen que todo se paralice y que logran que, por una vez, las opiniones y reacciones sean unánimes. Ayer Steve Jobs nos dejó huérfanos en muchos sentidos, pero también nos legó ese espíritu que nos anima a pensar diferente, a creer en nuestros sueños y en nuestras posibilidades, a seguir adelante pese a adversidades tan duras como el maldito cáncer. Ayer hizo exactamente una semana que publiqué este artículo en el blog, un relato de ficción que comencé a escribir hará ya tres años, justo cuando se intensificaron los rumores sobre la retirada de Steve Jobs por motivos de salud, y que narra lo que personalmente pienso que podría haber sido el final de camino deseado por él mismo. Por aquel entonces no me decidí a publicarlo, no sé muy bien por qué, pero finalmente parece que todo se ha confabulado para que sea el pequeño homenaje de este humilde blog a la figura del hombre que será recordado por sus amigos y rivales, entre muchas cosas, como uno de los más respetados líderes del mundo tecnológico de todos los tiempos. Algún día puede que reúna ánimos para escribir sobre su influencia sobre mí; hasta entonces, descansa en paz y muchas gracias por todo, Steve]
Paseaba entre bastidores cinco minutos antes de la presentación, despacio, saboreando cada una de las notas que Bach prestaba momentáneamente a sus oídos desde aquel iPod de primera generación. Hacía tiempo que estaba obsoleto, viejo, pero de lejos era su preferido y siempre le acompañaba en los momentos en los que expulsar algunos fantasmas era prioritario.
La música de la sala comenzó a superponerse a la de sus auriculares. Era el momento de salir y comprobar que el campo de distorsión de la realidad seguía en buena forma, al menos durante la hora y media prevista. Una vez más escuchó la ovación que seguía al anuncio de su intervención por la megafonía. Apagó el iPod, se quitó lentamente los auriculares, lo guardó con cuidado en su bolsillo izquierdo, miró hacia el lugar desde el que siempre le observaba su esposa y salió decidido al escenario bañado por la vieja amiga luz de los focos. Una vez deseó, como siempre hacía, buenos días a todos los presentes, comenzó.
En ese momento todo empezó a transcurrir despacio, en secuencias perfectamente editadas y coreografiadas en las que todo ocurría con unas muy leves concesiones a la improvisación o al fallo. La fascinación, el asombro y los aplausos del público crecían, conducidos inefablemente hacia esa ‘cosa más’ que, esta vez, prometía ser realmente arrebatadora y sorprendente. Y, la verdad, no sabían cuánto.
Llegaba el final de la presentación y al fin apareció: era pequeño, muy pequeño, potente, ligero e increíblemente sexy. Las miradas de admiración y deseo fueron seguidas de una larga y estruendosa ovación en toda la sala. No pudo evitar sonreír ampliamente, satisfecho, relajado, único conocedor de que la ‘cosa más’ aún no había llegado, a pesar de que todos creían estar ante ella. Con este pensamiento seguía mirando al público cuando éste pareció sospechar algo, como si en la mirada que recibían hubiese algo de: “Sé algo que vosotros no sabéis, algo que no queréis saber”. El silencio llegó tan rápido como los aplausos y la expectación se adueñó de las miradas.
Por un instante la tensión era palpable, real. A pesar de no haber pasado ni tan solo un minuto, aquel silencio se hacía ya eterno. Con calma, los miró casi uno a uno. Conocía a muchos de los allí presentes aunque ellos no sospechasen que él sabía sus nombres. Dio un par de pasos, juntó las manos, se las acercó a los labios y comenzó a hablar, sosegada y suavemente, mientras paseaba por el escenario que tantas veces había llenado con su presencia. Las sonrisas se borraron conforme las palabras se deslizaban por la platea. A pesar de que podían oír su voz con una firmeza que no tenía hacía tiempo, las miradas del público no mostraban otra cosa que una abrumadora incredulidad. Tras unos largos minutos, terminó.
Pasó un instante en el que el tiempo parecía haberse congelado, y entonces miradas de sorpresa y escepticismo se cruzaron entre los presentes cuando, finalmente, reaccionaron al impacto inicial. El silencio era sepulcral y, aun así, el eco de lo que había dicho se mantuvo vivo en el espeso aire durante unos interminables segundos. No era posible. Se iba, lo dejaba. Los dejaba. Demasiados años, demasiados problemas y demasiado cansancio. Su amplia y franca sonrisa era la única de la abarrotada sala y reflejaba, a todas luces, una sensación de liberación que había sido postergada durante muchos años. Al fin levantó una mano, agradeció a todos su presencia, les deseó buenos días y caminó fuera del escenario que le había acogido tantas veces.
Tras las cortinas se detuvo y miró a su esposa que, aprobadora y cómplice, asintió despacio. Ella sabía que aún quedaba un momento para que se reunieran, así que le observó mientras él terminaba su ritual: inspiró profundamente, deslizó la mano en su bolsillo izquierdo para coger su iPod, se colocó de nuevo los auriculares y cerró los ojos para dejar que Here Comes the Sun, de The Beatles, inundara sus oídos suavemente. La sonrisa dibujada en su rostro se acentuó hasta casi la risa cuando giró levemente la cabeza a su izquierda hacía los nerviosos murmullos que continuaban en la sala. Miró al frente y subió el volumen mientras se alejaba de las luces, feliz.
Muy bueno el relato. Adoro cuando finalmente escribes, tienes un toque de Bob el silencioso 😉
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Me alegra que te haya gustado y que disfrutes cuando escribo, eso me anima. Me encanta tu cumplido/comparación con Bob el Silencioso, uno de mis personajes preferidos de Kevin Smith. La verdad es que viene, casi, como anillo al dedo. Gracias de nuevo 🙂
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