(El ‘photoshopeado’ de Peter O’Toole es terrorífico, ¿verdad?)
No fue por las críticas, ni por las recomendaciones, ni por haber leído la novela original, ni por ninguna de las razones por las que normalmente uno quiere ver una película. La culpa la tuvo Sam Neill (un día de estos igual le copio a Kalimero lo de la chica de la semana, aunque teniendo en cuenta que a mí me gustan los tipos curtidos igual lo de chicos queda un poco raro), uno de mis hombres de interés, y hace un tiempo, actualizando su filmografía, descubrí que había un par de películas recientes suyas que no había visto. Una de ellas era esta Dean Spanley, en la que además intervienen curiosamente dos actores que también estuvieron en Los Tudor, Jeremy Northam y Peter O’Toole (aunque este último no coincidió con Neill; el primero salía en la segunda temporada y éste en la primera, que es cuando dejé de ver la serie porque me mosqueó lo que pasaba con su personaje…).
El caso es que le pedí a Contradictorio que la buscase, en versión original, para verla en casa (que nadie se confunda y piense que vemos porquerías grabadas con un móvil y tíos tosiendo de fondo; en nuestra casa sólo entra calidad), sin esperar demasiado de ella, la verdad, porque a estas alturas una ya sabe que los hombres de interés a menudo tienen puntos negros en sus trayectorias. Pero no era éste el caso, porque la película fue una agradable sorpresa.
A priori, la historia de un clérigo que al beber un determinado y exclusivo licor se transmuta de alguna manera en un perro no suscita demasiado interés, pero a ella se añaden la de un padre colérico, déspota, caprichoso y en resumen inaguantable que culpa a su hijo de la muerte en la guerra de su otro hijo (creo que esta es una de las pocas líneas argumentales que no aparecían en esa oda al amor paterno-filial que es Perdidos), la de un particular comerciante (por no llamarlo contrabandista)… y la del perro que habla por boca del particular hombre de Dios que protagoniza esta historia.
Además, todo ello contado en una narración exquisita, tranquila (pero no lenta) y, por así decirlo, con cariño, porque este es uno de esos casos en los que los que participan (sobre todo el trío -o cuarteto- protagonista; Sam Neill está espléndido en las secuencias de posesión) ponen lo mejor de sí mismos, no sólo porque sea su trabajo, sino porque disfrutan haciéndolo. Sólo ha sido premiada en Nueva Zelanda y tampoco creo que la haya visto mucha gente, pero deja una sonrisa en los labios y un buen sabor de boca. Una película pequeña y deliciosa, como las copitas de Imperial Tokay que tanto le gustan al Deán Spanley.