Queer Lion

Las variaciones restrictivas de cualquier premio siempre me han parecido una estupidez. Entiendo que a veces la única forma de que un profesional logre un reconocimiento es que lo haga en unos galardones reservados a latinos, negros, jóvenes, independientes u homosexuales, que además otorgan repercusión mediática a quienes intervienen en ellos (y la excusa para darse una buena fiesta), pero sigo pensando que es ridículo. Casi todos los colectivos tienen sus premios, pero a los que no pertenecen a ningún colectivo sólo les queda la opción de competir en los premios tradicionales, en los que además juegan todos los que sí pertenecen a grupos con galardones propios.

Desde mi heterosexualidad siempre he pensado, además, que lo específicamente gay (desde tiendas a agencias de viajes, pasando por todo lo demás, aunque admito que la existencia de bares de ambiente evita confusiones a quienes vayan allí buscando compañía) hace flaco favor a la normalización de la homosexualidad (no me gusta usar esta palabra, ni tampoco integración, porque no tienen que integrarse en una sociedad de la que son parte tan legítima como todos los demás).

Por todo lo anterior no me convence demasiado la existencia de premios gays en los festivales de cine. Admito que en la producción artística de todo un año habrá sin duda títulos con los que llenar las candidaturas de cualquiera de esos galardones restrictivos, pero en un festival compiten unas 20 o 25 películas (algunas más si añadimos las secciones paralelas) y, para que el premio en cuestión sea mínimamente disputado, en la lista hay que incluir todos los filmes que incluyan algo remotamente homosexual, como elemento protagónico, secundario o sólo sugerido.

No he visto la versión de La huella de Kenneth Branagh, pero si se parece a la de Mankiewicz, el factor gay era subyacente, sí, pero en absoluto explícito, o al menos no tanto como para darle al remake de Branagh una mención especial hace dos años en la Mostra de Venecia en la primera edición del premio Queer Lion, que, emulando al Teddy Bear de la Berlinale, reconoce «a los mejores filmes con un relato o un argumento secundario homosexual entre los participantes del festival o de uno de los eventos paralelos».

Este año la ganadora del Queer Lion ha sido A single man, el debut como director del modisto Tom Ford y protagonizada «por un profesor que en la California de 1962 pierde a su pareja en un accidente. El filme narra su duelo y sus deseos de morir a lo largo de un día de su vida». Así, de entrada, no me motiva demasiado, porque últimamente no puedo con las historias de pérdida (aún no me he recuperado del inicio de Up), pero encima el profesor en cuestión lleva en la pantalla el rostro de Colin Firth, que «fue aplaudido en la sala de prensa durante la presentación de la película como el nuevo representante del mundo homosexual», o al menos eso decían los teletipos, que leí alarmada pensando que estaba ante un nuevo intento de homosexualización de iconos claramente heterosexuales con el que no creo que estén demasiado de acuerdo las legiones de señoras y señoritas (y señores de ambas aceras fascinados por su heterosexual masculinidad) que le veneran desde que hace casi 15 años se puso el traje (y la camisa) del señor Darcy.

Ya me quejé del disparatado final de su personaje en Mamma mía, y ahora me quejo de nuevo. No me importan sus inquietudes profesionales, ni que quiera cambiar de registro, ni que intente luchar contra el encasillamiento. A mí me gusta el Colin Firth que conozco, el encasillado, el sobrio, envarado y algo soso, el que apenas sonríe pero desarma cuando lo hace, no un profesor homosexual destrozado que acaricia la idea del suicidio.

Por mucho que este cambio de registro le haya granjeado su primer premio importante, la Copa Volpi a la mejor interpretación, Colin Firth debe ser un héroe romántico con traje (a ser posible, de época) que al final se lleve a la chica. O, como dijo Petit et Perdu en su ya extinto blog:

Colin Firth debe ser siempre o bien ese héroe decimonónico que toma un inspirador baño en la campiña británica, bien ese perfeccionista irredento que dobla sus calzoncillos sobre una silla antes de irse a dormir. Ni más, ni menos».

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