Pese a que la relación entre el cine y la literatura se remonta casi al nacimiento del primero, la verdad es que nunca han sido una pareja bien avenida. Son muy pocas las historias de las que se puede decir que han sido bien adaptadas al cine, y aún menos las que dejan a todos contentos. Unas veces es el propio escritor, otras la crítica y, casi siempre, el público (una parte o todo) el insatisfecho cuando ve en una sala o en casa cómo se ha traducido en imágenes esa historia que le ha acompañado durante semanas, meses o años y a la que sin duda profesa un cariño del que nace la indignación.
Se dejan cosas fuera, se cambian otras, se altera el estilo o el espíritu de la obra, se escogen actores inapropiados… La lista de tropelías es extensa, como lo son los reproches de los seguidores de Harry Potter cada vez que se estrena una película (los excesivos recortes centran sus iras), algo que no padecimos tanto los seguidores de Tolkien con El Señor de los Anillos (sobre todo cuando vimos la obra ya completa, en su versión extendida, porque La Comunidad del Anillo tal como se estrenó, sin extender, apestaba bastante).
Es muy difícil, por no decir imposible, concebir libro y película como dos obras separadas, independientes, porque para un lector/espectador es inevitable buscar semejanzas y diferencias entre uno y otro, sobre todo si, como es mi caso, vas a ver Los hombres que no amaban a las mujeres justo después de haber leído el libro.
Me acerqué a la trilogía de Stieg Larsson por curiosidad y, aunque me ha gustado, no entiendo el revuelo popular, el tremendo éxito que ha tenido ni el aplauso casi unánime de la crítica. La novela (tengo en mente hacerme con las otras dos) es muy entretenida y se lee de un tirón (bueno, de varios, porque es un tochito) sin necesidad de esos artificios de los que otros se valen para obligarte a pasar páginas y más páginas (no diré nombres; que cada uno ponga el que quiera) pero, insisto, no sé por qué le han gustado tanto a tanta gente las andanzas de Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander.
Puede ser por el enigma en sí, por la sordidez de la trama en la que se ven envueltos, por Mikael (un periodista de investigación en horas bajas después de enfrentarse -con poco éxito- a un magnate), por Lisbeth (otra investigadora, menos ortodoxa, con una compleja y dolorosa vida personal y un carácter también poco habitual) o por el culebrón de los Vanger (las cenas de Navidad tenían que ser un espectáculo).
Será por deformación profesional, pero una de las partes que más me gustaron es esa en la que Mikael arremete contra los periodistas económicos (él se centra en los suecos, aunque la crítica podría extenderse a todo el planeta) que se rinden servilmente a las estrellas de las finanzas, sin preguntarse siquiera cómo han alcanzado el Olimpo económico.
En su adaptación a la pantalla (se están dando tanta prisa en aprovechar el tirón que ya tienen lista la segunda parte y en el horno la tercera), como es habitual, hay algunos cambios con respecto a la historia original. Faltan algunos personajes, otros se reducen tanto que ni se menciona su nombre (como Erika, la socia de Mikael en la revista Millennium, o Dragan, el jefe de Lisbeth) y hay alguna que otra cosa más que altera el orden en que suceden algunas cosas pero no la historia.
Pero otros cambios sí inciden en el relato y me cuesta más aceptarlos. El invitado de invierno ya me advirtió de que la película se centraba más en Lisbeth que en Mikael (en la novela se mantiene el equilibrio). Ella no sólo aparece más, sino que se le atribuyen hallazgos que en el libro corresponden a su compañero, que además llega a la pantalla en una versión más simplificada, tanto desde el punto de vista profesional como del personal (sus peripecias sexuales son más variadas en la novela).
El Blomkvist cinematográfico es menos listo, por así decirlo, y la película le pinta mejor de lo que es. No quiero soltar espoilers, pero digamos que en la novela se enfrenta al desenlace de su investigación de una forma algo más turbia que en la película. Y si a Mikael se le hace desde el punto de vista moral mejor, a Lisbeth se la hace peor, aún más despiadada de lo que Larsson la creó, que ya es decir.
Hay quien dice que el filme es algo frío. Puede que lo sea, pero la novela también lo es. También hay quien se queja de que en la película se omite el retrato que el autor hace de su país natal, de la limpia y perfecta sociedad sueca que oculta a individuos tan despreciables como los que aparecen en la historia. Es cierto que la versión cinematográfica pasa de puntillas por cualquier análisis social, pero tampoco creo que Larsson profundizase demasiado en ello en su texto. Si alguien quiere conocer el desasosiego sueco, que lea a Henning Mankell. Pero de su Wallander ya hablaré otro día.