Érase una vez un político que ocupaba un alto cargo en la Administración. Unos días antes de celebrar una reunión decisiva para el futuro de un proyecto en el que participaba su departamento, llamó a uno de los periódicos de la ciudad en la que se celebraba la reunión para ofrecerle una entrevista (los altos cargos ofrecen o conceden entrevistas, y esos ofrecimientos o concesiones rara vez coinciden con las peticiones de los periodistas; por mucho que se hable de la independencia de la prensa o que los políticos alardeen de su transparencia -como lo hace el protagonista de esta historia-, lo cierto es que estos últimos son los que mandan, también en sus relaciones con los medios, y rehúyen siempre que pueden el contacto con periodistas, sobre todo si en el horizonte hay posibles preguntas comprometidas).
El periódico aceptó la entrevista, que no era cara a cara, ni siquiera por teléfono, sino por cuestionario, es decir, una no entrevista. Como he dicho más arriba, los políticos mandan e imponen sus condiciones. Uno de los redactores preparó un cuestionario y lo envió, y ahí empezaron los problemas.
Al político en cuestión no le habían gustado las preguntas, que apenas mencionaban su importante proyecto y se centraban en los temas candentes que afectaban en ese momento a su departamento (unos cuantos, además), y exigió, a través de su jefe de prensa (los políticos no son los que llaman, tienen a un ejército de lacayos para hacerlo), un cuestionario nuevo. El periodista lo modificó, pidió ayuda a una compañera de otra sección experta en el proyecto, lo envió a sus jefes para que lo revisaran y lo volvió a enviar.
Entonces protestaron porque eran demasiadas preguntas y por el tono general de todas ellas (en las antípodas de, imagino, el servilismo a que el político está acostumbrado). A estas alturas el periodista estaba más que harto y básicamente le dijo a su interlocutor que hiciese lo que quisiera con aquello. Y eso fue lo que hizo el político. Contestó a las preguntas sobre su proyecto y a aquellas otras que le gustaban y borró todas las demás. Evidentemente el redactor montó en cólera, porque aquello no era ni de lejos su entrevista, y trasladó su malestar a sus jefes y al responsable de prensa del político.
Pero no importó demasiado. Lejos de rectificar o suavizar las cosas, el alto cargo, a través de su lacayo, exigió ver la entrevista antes de que saliese publicada, y no sólo eso, sino que la editó, cambiando párrafos de sitio, añadiendo cosas, quitando otras (como la frase que indicaba que no hubo conversación entre entrevistador y entrevistado, sino un cuestionario; una muestra de que él también sabía que los cuestionarios no son entrevistas) y reescribiendo el titular, hasta que la entrevista fuese lo que quería: dos páginas de propaganda.
Y eso es lo que ha salido publicado, dos páginas de basura que avergüenzan a quien ha tenido que firmarlas y que deberían avergonzar a toda la profesión y también a los dueños y dirigentes de los medios, a los que a menudo se les olvida que sus clientes son los lectores, no los políticos, porque los políticos no compran periódicos.
mmmm… aunque el término censura se usa estrictamente para la censura estatal… ¿lo que ha hecho ese jefe de prensa no es una muestra de censura, o algo parecido? Interfiere en el proceso creativo del periodista antes de su difusión, alterando sustancialmente el contenido. ¡Eso es censura en toda regla! Se llame como se llame, es una vergüenza.
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Con todas las letras, además. Había oído antes cosas parecidas, pero tan brutales como esta ninguna, la verdad.
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Es peor que censura: Es convertir la información en propaganda, es oficializar los medios… ES lo que hay, tristemente.
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Como digo, prácticas como esta son por desgracia habituales con esta gentuza, aunque la desfachatez alcance distintos grados según los casos (uno muy alto en esta ocasión). Saludos y gracias por la visita.
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El político juega sus bazas y hace bien, todos miramos por nuestros intereses, el problema es que un medio de comunicación acceda a esos requerimientos. Eso no es hacer periodismo, no es ofrecer información, sólo es dar basura; algo a lo que los periodistas, por desgracia, empezamos a estar acostumbrados. Espero que al menos el medio en custión haya sacado una buena tajada económica en publicidad institucional y que al final esta basura informativa revierta en los operarios de la información, que en estos tiempos no es otra cosa que librarse de ocupar las listas del SAE.
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Si yo hubiese sido la redactora en cuestión (por suerte no lo fui, porque estas cosas me ponen muy nerviosa) o alguno de los muchos jefes que estaban al tanto de todo el lío, habría evitado a toda costa que esa basura se publicase. Por lo que sé, aunque esa información escapa a mi conocimiento, no había ninguna contraprestación económica o publicitaria, que sería, aunque muy por los pelos, la única forma de justificar todo esto.
Todavía recuerdo cuando, hace algunos años, el departamento jurídico en pleno de un constructor se presentó en el periódico en el que trabajaba para dejarle al director clarito que retirarían toda la publicidad si publicaba una información que prejudicaba a su cliente. Otra historia edificante.
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