Aunque el circo ya empieza a moverse en Navidad, es después de las fiestas cuando arranca oficialmente la temporada de premios cinematográficos en Estados Unidos, y con ella la proliferación, por revistas (sobre todo Variety), periódicos y marquesinas, de anuncios de las películas candidatas (o aspirantes a serlo) que llevan impresa la leyenda «For your consideration» (o «For award consideration»). Dichos anuncios se dirigen especialmente a los académicos o miembros de las asociaciones con derecho a voto en los diferentes premios, a los que se trata de convencer de que se acuerden de dichas películas cuando rellenen sus papeletas.
Para animar a quienes deciden, las productoras envían a los votantes copias en DVD de sus películas, copias que también llevan impresa en el disco la leyenda «For your consideration», un cartel que, junto a otros como «propiedad de» o «prohibida su distribución», aparece, en distintas versiones, en el propio metraje del filme.
Pese a que vemos muchas cosas en casa, sobre todo series de televisión, siempre decimos que las películas que se proyectan en el cine hay que verlas allí (que se nos pasen y esperemos al DVD es otra historia). Pero como para casi todo, para esta norma también hay una excepción, y cuando me planté a una semana de los Oscar sin haber visto nada, decidí que había llegado el momento de saltarse esa regla. En una tarde mi marido se hizo con los filmes candidatos al Oscar a la Mejor Película (salvo Milk, que no me apetecía ver aunque ahora sí me llama la atención), archivos en versión original con subtítulos que se anunciaban como screeners (esas copias supuestamente grabadas en los cines -¿alguien ha visto alguna vez a alguien con una cámara en una sala?- que se ven mal y suenan a lata), lo que me hizo prepararme para lo peor.
Pero esas películas ni se veían mal ni sonaban a lata. La imagen era perfecta y el sonido también, aunque ninguna de ellas se había editado aún en DVD en Estados Unidos. La solución al enigma llegó unos minutos después de empezar a ver El lector, cuando apareció en pantalla un cartel («property of The Weinstein Company, not for sale or duplication, for award consideration only») que dejaba clara su procedencia. En los días siguientes fuimos viendo el resto (Slumdog Millionaire, El curioso caso de Benjamin Button y Frost/Nixon) y todas llevaban advertencias parecidas (por el mismo método nos hicimos con Revolutionary road, aunque aún no la hemos visto, así que no sé si ésa tiene también la advertencia).
Desconozco si en España los académicos también reciben esas copias (¿pagarán canon? ¿Se puede considerar eso piratería si no pagan por ellas?) pero, si son los propios académicos (estadounidenses en este caso) o trabajadores de los estudios los que cuelgan en internet esos productos ilegales, eso me lleva a preguntarme, por ejemplo, por qué demonios siguen año tras año incordiando con la falacia de que los descargadores estamos matando el cine.
Curiosamente, las proclamas (públicas y gubernamentales) contra internet, contra los usuarios, proveedores y cualquiera que pase cerca de un ordenador con conexión sólo ocurren a este lado del charco. Allí, a pesar de que comparten las excelencias de las películas candidatas a los Oscar, hacen bromas y chistes, sus guionistas reivindican percibir ingresos por la distribución (legal) en internet (no que cancelen la conexión de los piratas), crean toneladas de productos para esa plataforma y, en definitiva, trabajan.
Aquí, lloriquean, acusan a los descargadores ilegales de estar acabando con el cine español (como si necesitasen ayuda) y pasan el cepillo para trincar todo lo posible de cualquier soporte o dispositivo (CD, DVD, discos duros, teléfonos móviles, reproductores de mp3 y un largo etcétera) que permita la distribución de contenidos que ni en sus mejores sueños podrían crear, lo que permite, por ejemplo, que Teddy Bautista y sus acólitos cobren por soportes y dispositivos con los que no vemos cine español, sino series como Perdidos.