Es curioso cómo no solemos prestar atención a todo aquello que se da por supuesto hasta que falla. No pensamos en los electrodomésticos hasta que se estropean, ni en el coche hasta que deja de funcionar, ni en los que nos quieren hasta que dejan de querernos. Casi todas las funciones de nuestro cuerpo entran en esa categoría de lo imperceptible, de lo superfluo, de lo trivial. Nuestros órganos cumplen su cometido sin que jamás (o casi) pensemos en ello y sólo somos conscientes de la compleja maquinaria que cada día acarrea eso que llamamos nosotros cuando aparece una grieta.
Son algunas las que ya soporta este amasijo de carne, músculo, hueso, vísceras y otras porquerías que me sirve de armazón, y a esas grietas se ha unido en los últimos días otra, de escasa gravedad y duración (espero) modesta que cada vez que aparece (la última fue en mi propia boda) me hace echar de menos algo en lo que apenas reparo hasta que dejo de poder hacerlo: respirar.
Supongo que es una forma algo rebuscada de decir que estoy griposa/acatarrada/resfriada, pero las tres neuronas que no han sucumbido al virus se comportan de forma algo caprichosa.
Por suerte aún no ha llegado la tos, capaz de dejarme noches enteras en vela y de impedirme hablar, comer o hacer casi cualquier cosa, pero cuando venga estaré preparada, porque aún me quedan bastantes pastillas del bote que compré en una Duane Reade en Nueva York (y que tardé bastante en escoger, casi tanto como Almodóvar en elegir un yogur, porque tienen medicamentos para cada síntoma de cualquier enfermedad) y que acabaron en un par de días con el catarro con el que crucé el océano. A ver si son tan efectivas a este lado del charco.
A ver si… Que te mejores!
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Muchas gracias, niña 😀
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