David Foster Wallace

Ocurrió unos días antes, pero no lo supe hasta que me quedaban cinco días para casarme. Estaba inmersa en una nada placentera jornada peluqueril cuando mi aún inminente marido me llamó para darme la noticia. «David Foster Wallace ha muerto». «¿Qué? ¿David Foster Wallace?». «Sí, se ha ahorcado en su casa». No supe qué decirle y, aunque esa semana lo intenté en varias ocasiones, tampoco supe qué escribir. Tal vez lo mejor fuese imitar a Montse, de Últimas páginas, y no escribir nada, porque no se me ocurría una forma de decirle adiós que fuese digna de él (aunque algunos, como Rodrigo Fresán o Eduardo Lago, lo han intentado).

Ha pasado bastante tiempo, pero sigo sin saber cómo hablar de él, o de su muerte. No sabía mucho sobre él, aparte de lo que leía en los libros que escribía (que hablaban mucho más de él que tantas otras historias supuestamente autobiográficas que pululan por ahí), y lo poco que leí en alguna entrevista o reseña, porque sólo me interesaba lo que escribía. Sabía que es (o era) el mejor novelista de su generación, alguien que inspiraba a los que le rodeaban (fuesen amigos o alumnos de sus clases de escritura creativa), y que todos los que le conocían le querían y respetaban (también sus colegas, una camaradería que no estamos acostumbrados a ver por estos lares). Sabía que su fuerte son los artículos-reportajes-cuentos (porque todo eso es cada uno de ellos) y que, cuando alguien dudó de su capacidad narrativa y le retó a escribir una novela y a dejarse de tanta tontería respondió con La broma infinita, un relato de más de mil páginas, plagado de esas notas a pie de página que tanto le gustan (o gustaban) y con el que aún no me he atrevido.

Lo último que leí de él mientras aún vivía fue Hablemos de langostas. Tengo varios volúmenes sin leer, en la recámara, porque me confortaba la idea de tener algo suyo a mano que aún no hubiese leído. Ahora sé que no habrá más.

En el cajón (o en la carpeta de borradores) se quedó un bosquejo de comentario sobre Hablemos de langostas. No voy a terminarlo, pero ahí va lo que ya tenía escrito, por si a alguien le interesa.

Langostas, porno y McCain

Y John Updike y el humor de Kafka y el 11-S desde un pequeño pueblo del Medio Oeste y las memorias escritas por deportistas y Dostoievsky y las tertulias políticas conservadoras radiofónicas y hasta una colosal (por su calidad y extensión) reseña sobre un diccionario. Todo eso hay en Hablemos de langostas, un volumen de ensayos de David Foster Wallace que reúne textos aparecidos en revistas como Premiere, New York Observer, Harper’s, Rolling Stone, Gourmet o Atlantic Monthly (los enlaces conducen a los artículos tal como fueron publicados en esas revistas, aunque en el libro aparecen en su versión íntegra).

«Gran hijo rojo», el texto que abre el volumen (cuyo enlace no he encontrado), es una especie de reportaje (no tiene mucho sentido hablar de géneros, tanto literarios como periodísticos, cuando se trata de Wallace) sobre la entrega anual de premios de Adult Video News, una conocida publicación norteamericana (catálogo de venta, en realidad), sobre cine adulto (o sea, porno), que se celebra en Las Vegas y que coincide con una feria de muestras (dicho sea con todos los respetos) del sector que curiosamente coexiste en el tiempo y el espacio con el conocido CES, gran sarao de la tecnología. A lo largo de sus casi 70 páginas (probablemente mutiladas en su publicación original, que hizo con doble seudónimo: Willem R. deGroot y Matt Rundlet), el autor disecciona las luces y (sobre todo) las sombras de una pujante industria que cada año se reúne en un hotel de la ciudad del pecado para entregarse premios de nombres sugerentes (en realidad bastante explícitos) que hablan de récords al alcance de muy pocos. Estrellas masculinas y femeninas, directores, productores y gentes que sin más pululan en la órbita del porno se pasean por las páginas de este artículo tan divertido como espeluznante.

«Ciertamente el final de alguna cosa, o por lo menos eso es lo que a uno le da por pensar» es el largo título de su descarnada (y a ratos cruel) reseña de Hacia el final del tiempo, de John Updike, al que cataloga, junto a Mailer y Roth, como los Grandes Narcisistas Masculinos. Lejos de plegarse a la unánime reverencia que la crítica mundial siempre ha dispensado a los tres, Wallace no se corta un pelo y ataca con dureza tanto su estilo como sus historias, su obsesivo solipsismo o la forma tan grosera en que se refiere a las mujeres.

«Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante» abunda en su faceta de reseñista, aunque esto no sea una reseña, y abre la puerta a su sentido del humor único para lamentarse de cómo el término clásico ha recluido en estanterías llenas de polvo y alejado de los jóvenes lectores y estudiantes un buen número de obras maestras cuyo origen y vocación eran precisamente ser disfrutados por lectores y no sólo por los académicos.

«La vista desde la casa de la señora Thompson» es un atípico relato sobre cómo se vivió el 11-S en un modesto y tranquilo barrio residencial de Bloomington, un pueblecito del Medio Oeste, en Illinois (donde vive, o vivía por aquel entonces, Wallace), que asistió a la tragedia como casi todo el mundo, por la televisión, entre el miedo y el horror, sin entender qué estaba pasando ni, sobre todo, por qué.

«Cómo Tracy Austin me rompió el corazón» es otra reseña, esta vez sobre las memorias de la tenista a la que las lesiones apartaron de las pistas cuando era casi una niña. El inicial tono triste de un lector (y, en este caso, seguidor, porque DFW, que en su juventud fue un notable tenista, era fan de Austin) que espera encontrar en el volumen claves, reflexiones, comentarios e incluso enseñanzas que al día a día y que sólo encuentra tópicos asépticos y sin emoción va dando paso a la idea de que, pese a que fuera de su campo de juego pueden parecer amebas incapaces de articular dos frases coherentes, la fortaleza mental que un deportista de élite precisa para mantener a raya la tensión y la presión que miles (o millones) de ojos ejercen sobre ellos es un don al alcance sólo de unos pocos privilegiados.

«Arriba, Simba» es el resultado del encargo que Rolling Stone le hizo de colarse en el año 2000 en la caravana de John McCain, entonces precandidato republicano, al que George W. Bush venció en las primarias, mientras que «Hablemos de langostas» es el producto de otro encargo, éste de Gourmet, que le encomendó cubrir el Festival de la Langosta de Maine, sobre el que cada año sobrevuela el debate sobre si las langostas sufren o no cuando se las arroja vivas a una olla de agua hirviendo. «Presentador» es el artículo que cierra el volumen, y en esta ocasión Wallace fija su objetivo sobre las tertulias radiofónicas conservadoras, sobre cómo soliviantan (y enervan) a sus masas con cualquier excusa y sobre cualquier tema, en muchas ocasiones guiados por las bases del Partido Republicano, algo que, pese a su lejanía, no nos suena demasiado ajeno a los españoles, ¿verdad?

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