Este texto está a medio camino entre San Eustaquio y el resto de mi vida, pero como tiene elementos de ambos, lo voy a publicar aquí y también allí (espero que no os moleste la repetición).
Lo que sigue es un relato de cómo han sido dos días de esta semana, ejemplos extremos del ajetreo que me zarandea últimamente, aunque por desgracia tengo muchos días así. De paso, explica por qué he aparecido esta semana tan poco por aquí (salvo para poner palabras que ni siquiera son mías).
Lunes 1 de septiembre
-El despertador suena a las 8.30 (la noche anterior he trabajado, ha vuelto la Liga y he llegado a casa a la una de la mañana; no he dormido mucho).
-Desayuno, ducha y a la calle. Voy en coche hasta el sitio (lejano) donde aparco para ir a trabajar (trabajo en el centro y allí las escasas plazas de aparcamiento viven sometidas bajo la tiranía de los parquímetros). Lo dejo y cojo un taxi hasta Santa Justa. Mi madre llega a las 11.00 desde Córdoba.
-Llego a Santa Justa a las 10.42. Aprovecho para sacar los billetes para Málaga para the day after San Eustaquio (el avión para NY sale el lunes desde allí así que pasaremos en Málaga la noche anterior; ya hemos reservado también el hotel).
-11.00. Llega mi madre, cogemos otro taxi y nos vamos al centro, a la calle Cuna, para probarme otra vez el vestido del bodorrio. Como la vez anterior, tenemos que esperar. En aquella ocasión la chica que nos precedía llegó a su cita con una hora de retraso; en esta, la dependienta encargada de mi vestido le está probando todo el catálogo de la tienda a otra potencial cliente. Pasa de nosotras. Rato después, nos mete en un probador/almacén y finalmente otra chica viene a probarme el vestido. Todo parece correcto. Mi madre liquida la cuantiosa factura y nos vamos. Lo recogeré el día 16 (la dependienta supuestamente encargada de mi vestido propone que me lo lleve en ese momento; no hace falta ser un experto para saber que a sus cuatro capas de seda les hacen falta una larga y laboriosa sesión de planchado, así que no me lo llevo).
-Mi madre va a ver a Santa Ángela de la Cruz, algo que procura hacer cada vez que viene a Sevilla. Cogemos un autobús y nos vamos a Nervión, al Meliá Lebreros, para hacer la reserva de las habitaciones que ocupará mi familia el fin de semana de San Eustaquio.
-En la recepción, una chica nos indica que, para hacer una reserva, debemos ir a una cabina del hall, marcar un número y hablar con un operador. Vamos a la cabina, marcamos el número y mi madre, con toda la razón del mundo, pide hablar con alguien en persona porque es absurdo venir al hotel para hacer la reserva por teléfono. Viene un chico y reservamos. Pedimos un peluquero. Todos los allí presentes se extrañan de la petición. «Nunca se nos ha dado el caso de que alguien necesite un peluquero». Todo en ese sitio es muy raro.
-Nos vamos a comer al VIPS de Nervión Plaza. La mujer encargada de acompañar a los comensales a sus mesas mata sus ratos muertos limpiando (y después secando) las cartas. Nos preguntamos si alguien le ha encargado eso o lo hace motu proprio.
-Terminamos de comer. Otro autobús y de vuelta a Santa Justa (estamos cerca pero hace mucho calor para ir andando; además, mi madre tiene un brazo roto y está particularmente hasta las narices de pasear la escayola). Hacemos tiempo en una cafetería y finalmente sale su tren.
-Cojo otro autobús y me voy al periódico. Las cosas por allí están un poco turbias. Septiembre es también periodo vacacional y estoy todas las tardes sola. Si la tarde está tranquila, no hay problema. Pero esta no es una de esas tardes. Además, un nuevo grupo de personas se ha hecho cargo de la sección/proyecto en el que trabajo (técnicos, no periodistas, aunque de eso hablaré otro día) y han impuesto una nueva organización de propósitos y puesta en práctica inciertos. Una de las nuevas medidas es que yo entre a trabajar a las dos de la tarde. Como me parece estúpido cerrar un periódico (no importa si es impreso o digital) a las diez de la noche, he decidido unilateralmente seguir entrando a las cuatro.
-Esa noche se cierra el mercado de fichajes de la Liga, por lo que vuelvo a llegar a casa bastante tarde. Definitivamente no ha sido una tarde tranquila.
Martes 2 de septiembre
-El despertador suena a las nueve. Desayuno, ducha y rumbo a Mairena del Aljarafe a hacerme unas radiografías de las cervicales. En los últimos días he vuelto a tener problemas. El dolor en cuello, cabeza y espalda es constante. La semana pasada, como ocurrió el verano del año pasado, volvieron los mareos. Una tarde estuve medio ciega más de una hora. Veía más o menos, pero era incapaz de leer. Sólo veía letras sueltas y tenía que adivinar qué palabras formaban. Entonces se me diagnosticó una contractura cervical y se me recetó un cóctel farmacológico compuesto por antiinflamatorios, relajantes musculares y ansiolíticos. Esta vez aún no tengo diagnóstico, aunque se me han recetado antiinflamatorios y relajantes. No ansiolíticos. Lástima.
-Tras las radiografías, a hacer la compra. No es que falten provisiones en casa, es que mi frigorífico lleva varias noches en vela, llorando y suplicando que le metamos comida dentro. No podíamos soportar más sus lamentos, así que hemos ido a comprar. Arrasamos un Mercadona, llevamos la compra a casa, la guardamos. Comemos (una pizza, en mi caso, no hay tiempo para preparar nada) y me vuelvo a marchar al trabajo.
-La tarde es algo más tranquila que la anterior, pero ello no evita que me pase toda la tarde (de hecho, es noche cerrada cuando dejo de hacerlo) copiando y pegando teletipos (en un diario digital con todas las secciones comunes a cargo de una sola persona, no queda mucho tiempo para la producción propia). Entre teletipo y teletipo, llamo por teléfono al amigo fotógrafo que iba a encargarse de las tareas gráficas en San Eustaquio. No puede hacerlo. Noto cómo el cuello, la espalda y la nuca se me ponen más y más tensas. Llamo a otro, ex compañero del periódico en el que trabajaba antes. A pesar del atraco a mano armada y de avisarle con poco más de dos semanas de antelación, me dice: «No te preocupes, que no te vas a quedar sin fotógrafo». Y, en un extraño giro de los acontecimientos, yo, que no me fío nunca de nadie (no exagero), le creo. Tal vez sea porque, en ese momento, necesito desesperadamente creer.
-A las 23.30, salgo al fin. Cojo un autobús, llego a donde tengo aparcado el coche y me marcho al polígono / parque tecnológico donde trabaja mi inminente marido, le recojo y nos vamos a casa (esta ruta la hago todas las noches).
-Al día siguiente me han puesto una reunión a las 11.00, lo que implica que tendría que levantarme a las nueve para llevar a cabo todo el ritual de aparcamiento y que es posible que después no me diese tiempo a volver a casa a comer. Afortunadamente, tengo que ir al médico…
Hay días que son para tener enfrente el póster de Madler -Quiero creer-.
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Ya puestos, yo preferiría tenerlo a él, y más con las aficiones que tiene 😉
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