Sueños raros

Desde que recuerdo tengo pesadillas. Unas son recurrentes (de pequeña una me tuvo en vela durante semanas), otras provocan que me despierte gritando en plena noche, otras no dejan rastro salvo la sensación de haberla tenido y otras me dejan con mal cuerpo durante días.

Aparte de las pesadillas (que, unidas a mis legendarias dificultades para dormir, hacen que una plácida y reparadora noche de descanso sea para mí una quimera), tengo una amplia y variada colección de sueños raros que, si bien no son pesadillas sensu estricto, sí que me dejan hecha unos zorros. De la mayoría de ellos, tanto de las pesadillas como de los sueños raros, no suelo acordarme al despertar, pero hay algunos (normalmente los interrumpidos por el despertador) que sí se quedan en mi memoria.

El de hoy no ha sido especialmente extraño: mi futuro marido y yo asistíamos a un curso de cocina (vale, eso sí es raro) y, ante las dificultades de él para ejecutar correctamente la receta que el profesor/chef/o lo que fuera nos indicaba, otra de las alumnas (una tipa de cuarenta-cincuenta y tantos, con pinta de devora-todo lo que se me ponga a tiro) se ofrecía a llevárselo a casa para enseñarle y ver después la prueba (olímpica, deduzco) de ciclismo en pista (vale, esto tampoco es muy normal), lo que me obligaba a sacar las uñas/marcar territorio/dejar claro que ese hombre con graves deficiencias culinarias (lo que tampoco se ajusta a la realidad) no estaba disponible.

Pero el de ayer sí que fue raro, muy raro, sobre todo porque los protagonistas (junto a una servidora) eran estos dos:

Por si hay entre el público algún no-lostiano, el calvo es John Locke (interpretado por Terry O’Quinn) y el tío raro de los ojos saltones Benjamin Linus (Michael Emerson).

Ben es tal vez el personaje más inquietante de toda la fauna que puebla Perdidos, un asesino embaucador, taimado y mentiroso del que uno no se puede fiar bajo ninguna circunstancia y que además parece conocer todos los secretos de la isla (aunque los va soltando muy poquito a poco, el muy canalla).


John Locke es mi favorito, un hombre al que la vida ha maltratado hasta niveles insospechados (trabaja en una fábrica de cajas, no tiene suerte en el amor, sus padres le abandonaron al nacer y mucho después su padre volvió para robarle primero un riñón y después lanzarle por la ventana, lo que le rompió la columna y le postró en una silla de ruedas…) pero que al llegar a la isla recupera no sólo la movilidad de sus piernas (el momento en que descubrimos que era él el dueño de la silla de ruedas que iba en el avión fue tremendo) sino también las ganas de vivir, porque cree haber encontrado al fin su destino. Y después de mucho tiempo deambulando (gracias a él aprendimos, por ejemplo, que puedes llevar una maleta llena de cuchillos en un avión siempre que la factures) y escuchando la voz de la isla, su camino se cruza con el de Ben para formar el mejor dúo de toda la serie.

Una vez explicado quiénes son estos dos tipos, situémoslos en el sueño en cuestión. Estamos en una cafetería, los tres. Ellos dos se llevan muy bien, tal vez demasiado bien (sonrisitas cómplices y esas cosas), pero Locke está enfadado conmigo. No me mira ni me habla, por algo que al parecer le he dicho antes (no recuerdo qué, pero en el sueño sí lo sabía), y es Ben, todo amabilidad y encanto (si no habéis visto la serie, os diré que nunca es bueno, ni tranquilizador, que Ben sea amable), el que interactúa conmigo. Estamos en la barra, los tres, con Ben entre Locke y yo, tomando café (lo de tomar café en una cafetería tal vez sea lo único normal de toda esta locura).

Entonces aparece Sun (otro personaje de la serie, una chica coreana con un pasado también oscuro que no contaré aquí), que al parecer es la encargada o camarera del local, coge un hojaldre cilíndrico gigante en un pincho, lo coloca en un soporte como los que se usan para asar pollos y le da vueltas y más vueltas, aunque el artilugio está en medio del local, con lo que nos pone a todos perdidos de hojaldre y azúcar. Ben grita, enfurecido, mientras Locke y yo soltamos una carcajada. En ese momento, nuestras miradas coinciden. Y entonces suena mi despertador.

A ver si algún psicólogo tiene narices de explicármelo (no, no vale decir que estoy como un cencerro; eso ya lo sé).

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