Tal vez sea cierto eso de que a los españoles nos complacen más los fracasos que los éxitos de nuestros compatriotas, pero eso no basta para explicar el radical cambio de los sentimientos colectivos hacia Fernando Alonso vivido en los últimos meses.
Yo soy cordobesa, y aunque no sienta demasiado apego por mi ciudad y no me corte un pelo a la hora de criticarla o de atacar el particular temperamento de los cordobeses, nunca lo hago entre extraños. Si estoy allí, o hablo con gente de allí, no hay ningún problema, pero cuando estoy con foráneos, no permito que nadie critique mi ciudad, como la madre que día tras día se queja de que su hijo es un trasto y saca las uñas cuando alguien osa corroborar la afirmación.
Imagino que es algo así lo que ha pasado con Alonso, aclamado como un héroe nacional cuando ganó su primer título y defenestrado cuando logró el segundo, algo sin duda agravado por la arrogancia exhibida durante meses por el piloto.
Pero este año ha sido diferente. Alonso se fue a la escudería británica McLaren, que se suponía fichaba al bicampeón del mundo para, básicamente, rendirse a sus pies. Pero nada más lejos de la verdad, porque Alonso se encontró en su propia casa a sus dos peores enemigos: Lewis Hamilton y el jefe de McLaren, Ron Dennis, dispuesto a todo para proteger a su pupilo, Lewis, aunque eso significase boicotear a la estrella de su propio equipo.
Los disparates se han sucedido a lo largo de toda la temporada que terminó ayer, desde la investigación a McLaren por espiar a Ferrari hasta las cuestionables decisiones de la FIA (la Federación Internacional de Automovilismo), que sancionaba por minucias a cualquiera que amenazase la hegemonía de Hamilton y perdonaba faltas mucho mayores al pupilo de Dennis, pasando por los extraños fallos en su coche a los que, carrera tras carrera, se enfrentaba el español.
Todo esto ha venido acompañado por una incesante campaña de desprestigio a Alonso en las páginas de los periódicos británicos, lo que, claro está, ha hecho salir a la madre que todos tenemos dentro para defender a nuestro churumbel, que ha vuelto a sentirse arropado por la prensa y los aficionados españoles (un apoyo que, además, ha agradecido), porque a los nuestros sólo los criticamos nosotros.
A estas alturas todos sabréis lo que ocurrió ayer en Brasil, en el Gran Premio que cerraba la temporada de Fórmula 1. Hamilton, Alonso y Raikkonen partían con opciones de llevarse el Mundial y, gracias al excepcional trabajo de los pilotos de Ferrari, Raikkonen y Massa, que sí que trabajan en equipo, y a los errores (más propios de un adolescente barriobajero que de un piloto profesional) de Hamilton, el título se fue para Ferrari.
Pero como parece que los mandamases de McLaren (con el imbécil de Ron Dennis a la cabeza, que es ese de la foto de la izquierda) no son mucho más maduros que su protegido, empezaron anoche a pelear en los despachos (y parece que la cosa va para largo) por no sé qué irregularidad en la temperatura del combustible (tal cual) de dos de los coches que entraron por delante de Hamilton, lo que le haría escalar plazas en la clasificación de la carrera de ayer y le daría el título de campeón del mundo a Hamilton.
El único consuelo que les quedó ayer a los más de ocho millones de personas que jalearon delante de la tele a Alonso fue asistir a la derrota de Hamilton, un resultado que, de alterarse en los despachos, no sólo soliviantaría a los seguidores españoles, sino que desprestigiaría para siempre a una competición envuelta desde hace tiempo en la polémica.