En nuestra casa hay bichos. Vivimos en un pueblecito a las afueras de Sevilla junto a una especie de colina en la que hay árboles, arbustos y también bichos que, con una frecuencia mucho mayor de la deseada, pasan por casa a saludarnos.
Compramos la casa hace cinco años, aunque hasta noviembre del año pasado, cuando por fin me trasladaron a Sevilla, no nos mudamos aquí definitivamente. En todo este tiempo hemos tenido moscas, mosquitos, nidos de avispas, arañas, cochinillas, salamanquesas, hormigas, cucarachas y caracoles (por suerte éstos, al igual que una rana que tuvimos, se quedaron en la entrada y no traspasaron la puerta).
Desde que vivimos aquí, gracias a nuestra presencia, a la limpieza habitual y al uso a discreción de los insecticidas más potentes que podemos comprar sin una autorización especial, el avistamiento de estas criaturas se ha convertido en algo puramente anecdótico. Sin embargo, de vez en cuando hay que ir de cacería.
La otra noche, después de cenar, cuando fui a la cocina a por un helado (de chocolate, con sirope y trozos de galleta, para más señas), vi una sombra gris en un rincón. Me acerqué, despreocupadamente, pensando que era una pelusa o algo así, hasta que se movió. Era una araña. Grande, gorda, de patas gruesas y peludas.
Mi marido estaba trabajando, así que estaba más sola que la una. Le llamé, presa del pánico y empapada en un sudor frío, y él básicamente me dijo que me tranquilizara y que intentase matarla. ¿Con qué? Con insecticida. El bote de insecticida estaba bajo el fregadero, a unos centímetros del bicho. Evidentemente, no iba a ir a por él. Entonces recordé que teníamos uno nuevo, recién comprado, en el armario de los productos de limpieza, que está en otra habitación. Fui por él y, con el teléfono en una mano y el bote en la otra, inicié el ataque. No sé qué tipo de veneno tendrá, pero a la tercera rociada el bicho la había palmado. Esperé unos segundos, por si estaba fingiendo para saltar sobre mí cuando me acercase, pero no se movía. Entonces fui por un cepillo, agarrado de la puntita del palo, y la toqué. Estaba muerta. La arrastré hacia la calle y la dejé allí. Ni que decir tiene que el susto tardó mucho más que el bicho en irse, pero al fin lo hizo.
A la mañana siguiente, mi marido salió para examinar (de lejos, eso sí) el cadáver y sonreí con satisfacción cuando admitió que no había exagerado sobre su tamaño (siempre dice que exagero cuando digo que hay un bicho grande) y me felicitó por haber sido capaz de solucionar yo solita la crisis. Pero no había terminado de hablar, y la sonrisa de satisfacción se me heló en los labios cuando dijo que había matado en casa varias arañas mucho más grandes que ésa.