Hoy es día de elecciones (o lo ha sido, porque a estas horas las papeletas están ya más que contadas) en los ayuntamientos y la mayoría de las comunidades españolas. Las cercanías de los colegios electorales se han llenado de familias enteras que han acudido a (como dicen los informativos) ejercer su derecho al voto y, de paso, a tomar luego unas cervecitas. Es un día raro, un domingo atípico, sobre todo en los periódicos (supongo que también en las radios y televisiones, pero, lógicamente, hablo de lo que conozco). Para quien no esté familiarizado con las redacciones de los periódicos (hablo de los generalistas), los domingos, salvo por los componentes de las secciones de Deportes, son unos lugares casi fantasmas. Del bullicio cotidiano se pasa a apenas un par de tipos; del ruido de los teclados (sí, también hacen ruido) y de las conversaciones a voces se pasa a un silencio pesado, ominoso, que hace aún más desagradable trabajar los domingos.
Pero hoy era un día especial. Todo el mundo estaba allí, preguntando por el porcentaje de votos de los independientes escindidos de no se qué partido, fabulando sobre la posibilidad de pactos entre unos y otros y, en definitiva, dando un poco de vida a un sitio que presupone que los fines de semana no pasa nunca nada y que los lectores tampoco esperan encontrar en las páginas que de allí salen algo interesante que leer.
Entre conversación y conversación, mientras una compañera recitaba como una letanía los concejales obtenidos por cada una de las fuerzas políticas, me acordé, como me ocurre en tantas otras ocasiones, de una de mis series favoritas, una que debería ser obligatoria no sólo en las escuelas de periodismo y artes audiovisuales, sino también en aquellas que forman a los políticos: El ala oeste de la Casa Blanca.
Ya dedicaré más adelante, espero, más tiempo a hablar de la obra maestra de Aaron Sorkin, basada en el día a día del presidente de los Estados Unidos y de su grupo de colaboradores más cercanos, que también tienen que afrontar unas elecciones, a las que precede un debate electoral para el que el presidente se prepara a conciencia ante la atenta mirada de su Director de Comunicaciones, Toby Ziegler, un tipo huraño que exige a cuantos le rodean, incluido el presidente, la perfección.
Como todos conocen su carácter, sus compañeros se apuestan diez dólares a que son capaces de sacarle de quicio (y lo logran), y él decide vengarse en la jornada electoral jugando con lo complicado que es al parecer (no conozco en profundidad el sistema) votar al candidato al que deseas votar. Así que Toby introduce en el colegio al que debe ir a votar Josh Lyman a diversos señuelos que acuden a él para que les confirme que lo han hecho bien aunque, claro está, todos han votado al rival del presidente, para desesperación de Josh, a punto de desfallecer hasta que uno de ellos le dice que tiene un recado para él de parte del señor Ziegler: “Diez dólares”.